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3 septiembre 2024

San Gregorio Magno, papa y doctor de la Iglesia 604

Catequesis de Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

El miércoles pasado hablé de un Padre de la Iglesia poco conocido en Occidente, Romano el Meloda; hoy
quiero presentar la figura de uno de los Padres más grandes de la historia de la Iglesia, uno de los cuatro
doctores de Occidente, el Papa san Gregorio, que fue Obispo de Roma entre los años 590 y 604, y que
mereció de parte de la tradición el título Magnus, Grande. San Gregorio fue verdaderamente un gran Papa y
un gran doctor de la Iglesia.

Nació en Roma, en torno al año 540, en una rica familia patricia de la gens Anicia, que no sólo se
distinguía por la nobleza de su sangre, sino también por su adhesión a la fe cristiana y por los servicios
prestados a la Sede apostólica. De esta familia habían salido dos Papas: Félix III (483-492), tatarabuelo de
san Gregorio, y Agapito (535-536). La casa en la que san Gregorio creció se encontraba en el Clivus Scauri,
rodeada de solemnes edificios que atestiguaban la grandeza de la antigua Roma y la fuerza espiritual del
cristianismo. Los ejemplos de sus padres Gordiano y Silvia, ambos venerados como santos, y los de sus tías
paternas Emiliana y Tarsilia, que vivían en su misma casa como vírgenes consagradas en un camino
compartido de oración y ascesis, le inspiraron elevados sentimientos cristianos.

San Gregorio ingresó pronto en la carrera administrativa, que había seguido también su padre, y en el año
572 alcanzó la cima, convirtiéndose en prefecto de la ciudad. Este cargo, complicado por la tristeza de
aquellos tiempos, le permitió dedicarse en un amplio radio a todo tipo de problemas administrativos,
obteniendo de ellos luz para sus futuras tareas. En particular le dejó un profundo sentido del orden y de la
disciplina: cuando llegó a ser Papa, sugirió a los obispos que en la gestión de los asuntos eclesiásticos
tomaran como modelo la diligencia y el respeto que los funcionarios civiles tenían por las leyes.

Sin embargo, esa vida no le debía satisfacer, dado que, no mucho tiempo después, decidió dejar todo cargo
civil para retirarse en su casa y comenzar la vida de monje, transformando la casa de la familia en el
monasterio de San Andrés en el Celio. Este período de vida monástica, vida de diálogo permanente con el
Señor en la escucha de su palabra, le dejó una perenne nostalgia que se manifiesta continuamente en sus
homilías: en medio del agobio de las preocupaciones pastorales, lo recordará varias veces en sus escritos
como un tiempo feliz de recogimiento en Dios, de dedicación a la oración, de serena inmersión en el estudio.
Así pudo adquirir el profundo conocimiento de la sagrada Escritura y de los Padres de la Iglesia del que se
sirvió después en sus obras.

Pero el retiro claustral de san Gregorio no duró mucho. La valiosa experiencia que adquirió en la
administración civil en un período lleno de graves problemas, las relaciones que mantuvo con los bizantinos
mientras desempeñaba ese cargo, y la estima universal que se había ganado, indujeron al Papa Pelagio a
nombrarlo diácono y a enviarlo a Constantinopla como su “apocrisario” —hoy se diría “nuncio
apostólico”— para acabar con los últimos restos de la controversia monofisita y sobre todo para obtener el
apoyo del emperador en el esfuerzo por contener la presión longobarda.

La permanencia en Constantinopla, donde junto con un grupo de monjes había reanudado la vida
monástica, fue importantísima para san Gregorio, pues le permitió tener experiencia directa del mundo
bizantino, así como conocer de cerca el problema de los longobardos, que después pondría a dura prueba su
habilidad y su energía en el período del pontificado. Tras algunos años, fue llamado de nuevo a Roma por el
Papa, quien lo nombró su secretario. Eran años difíciles: las continuas lluvias, el desbordamiento de los ríos
y la carestía afligían a muchas zonas de Italia y en particular a Roma. Al final se desató la peste, que causó
numerosas víctimas, entre ellas el Papa Pelagio II. El clero, el pueblo y el senado fueron unánimes en
elegirlo precisamente a él, Gregorio, como su sucesor en la Sede de Pedro. Trató de resistirse, incluso
intentando la fuga, pero todo fue inútil: al final tuvo que ceder. Era el año 590.

Reconociendo que lo que había sucedido era voluntad de Dios, el nuevo Pontífice se puso inmediatamente
al trabajo con empeño. Desde el principio puso de manifiesto una visión singularmente lúcida de la realidad
que debía afrontar, una extraordinaria capacidad de trabajo para resolver los asuntos tanto eclesiales como
civiles, un constante equilibrio en las decisiones, incluso valientes, que su misión le imponía. De su gobierno
se conserva una amplia documentación gracias al Registro de sus cartas (aproximadamente 800), en las que
se refleja cómo afrontaba diariamente los complejos interrogantes que llegaban a su despacho. Eran
cuestiones que procedían de los obispos, de los abades, de los clérigos, y también de las autoridades civiles
de todo orden y grado.

Entre los problemas que afligían en aquel tiempo a Italia y a Roma había uno de particular importancia
tanto en el ámbito civil como en el eclesial: la cuestión longobarda. A ella dedicó el Papa todas las energías
posibles en orden a una solución verdaderamente pacificadora. A diferencia del emperador bizantino, que
partía del presupuesto de que los longobardos eran sólo individuos burdos y depredadores a quienes había
que derrotar o exterminar, san Gregorio veía a esta gente con ojos de buen pastor, con la intención de
anunciarles la palabra de salvación, entablando con ellos relaciones de fraternidad con vistas a una futura paz
fundada en el respeto recíproco y en la serena convivencia entre italianos, imperiales y longobardos. Se
preocupó de la conversión de los pueblos jóvenes y de la nueva organización civil de Europa: los visigodos
de España, los francos, los sajones, los inmigrantes en Bretaña y los longobardos fueron los destinatarios
privilegiados de su misión evangelizadora. Ayer celebramos la memoria litúrgica de san Agustín de
Canterbury, jefe de un grupo de monjes a los que san Gregorio encargó dirigirse a Bretaña para evangelizar
Inglaterra.

Para obtener una paz efectiva en Roma y en Italia, el Papa se comprometió a fondo —era un verdadero
pacificador—, emprendiendo una estrecha negociación con el rey longobardo Agilulfo. Esa negociación
llevó a un período de tregua que duró cerca de tres años (598-601), tras los cuales, en el año 603, fue posible
estipular un armisticio más estable. Este resultado positivo se logró, ente otras causas, gracias a los contactos
paralelos que, entretanto, el Papa mantenía con la reina Teodolinda, que era una princesa bávara y, a
diferencia de los jefes de los otros pueblos germanos, era católica, profundamente católica. Se conserva una
serie de cartas del Papa san Gregorio a esta reina, en las que manifiesta su estima y su amistad hacia ella.
Teodolinda consiguió, poco a poco, orientar al rey hacia el catolicismo, preparando así el camino a la paz.

El Papa se preocupó también de enviarle las reliquias para la basílica de San Juan Bautista que ella hizo
construir en Monza, así como su felicitación y preciosos regalos para esa catedral con ocasión del nacimiento
y del bautismo de su hijo Adaloaldo. La vicisitud de esta reina constituye un hermoso testimonio sobre la
importancia de las mujeres en la historia de la Iglesia. En el fondo, los objetivos que san Gregorio perseguía
constantemente eran tres: contener la expansión de los longobardos en Italia; proteger a la reina Teodolinda
de la influencia de los cismáticos y reforzar la fe católica; y mediar entre los longobardos y los bizantinos
con vistas a un acuerdo que garantizara la paz en la península y a la vez permitiera llevar a cabo una acción
evangelizadora entre los longobardos. Por tanto, eran dos las finalidades que buscaba en esa compleja
situación: promover acuerdos en el ámbito diplomático-político y difundir el anuncio de la verdadera fe entre
las poblaciones.

Junto a la acción meramente espiritual y pastoral, el Papa san Gregorio fue protagonista activo también de
una múltiple actividad social. Con las rentas del conspicuo patrimonio que la Sede romana poseía en Italia,
especialmente en Sicilia, compró y distribuyó trigo, socorrió a quienes se encontraban en situación de
necesidad, ayudó a sacerdotes, monjes y monjas que vivían en la indigencia, pagó rescates de ciudadanos
que habían caído prisioneros de los longobardos, compró armisticios y treguas. Además desarrolló, tanto en
Roma como en otras partes de Italia, una atenta labor de reforma administrativa, dando instrucciones
precisas para que los bienes de la Iglesia, útiles para su subsistencia y su obra evangelizadora en el mundo,
se gestionaran con total rectitud y según las reglas de la justicia y de la misericordia. Exigía que los colonos
fueran protegidos de los abusos de los concesionarios de las tierras de propiedad de la Iglesia y, en caso de
fraude, que se les indemnizara con prontitud, para que el rostro de la Esposa de Cristo no se contaminara con
beneficios injustos.

San Gregorio llevó a cabo esta intensa actividad a pesar de sus problemas de salud, que lo obligaban con
frecuencia a guardar cama durante largos días. Los ayunos que había practicado en los años de la vida
monástica le habían ocasionado serios trastornos digestivos. Además, su voz era muy débil, de forma que a
menudo tenía que encomendar al diácono la lectura de sus homilías, para que los fieles presentes en las
basílicas romanas pudieran oírlo. En los días de fiesta hacía lo posible por celebrar Missarum sollemnia, esto
es, la misa solemne, y entonces se encontraba personalmente con el pueblo de Dios, que lo apreciaba mucho
porque veía en él la referencia autorizada en la que hallaba seguridad: no por casualidad se le atribuyó pronto
el título de consul Dei.

A pesar de las dificilísimas condiciones en las que tuvo que actuar, gracias a su santidad de vida y a su
rica humanidad consiguió conquistar la confianza de los fieles, logrando para su tiempo y para el futuro
resultados verdaderamente grandiosos. Era un hombre inmerso en Dios: el deseo de Dios estaba siempre
vivo en el fondo de su alma y, precisamente por esto, estaba siempre muy atento al prójimo, a las
necesidades de la gente de su época. En un tiempo desastroso, más aún, desesperado, supo crear paz y dar
esperanza. Este hombre de Dios nos muestra dónde están las verdaderas fuentes de la paz y de dónde viene la
verdadera esperanza; así se convierte en guía también para nosotros hoy.