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15 septiembre 2024

Los Siete Dolores de María Santísima. Ntra. Sra. de las Angustias, Patrona de Granada

Fernández Carvajal. Hablar con Dios, tomo VII

La piedad cristiana meditó desde antiguo la escena de Santa María al pie de la Cruz de su Hijo, donde se
cumplen las palabras proféticas de Simeón: una espada atravesará tu corazón. Hacia el siglo XIII aparece la
secuencia Stabat Mater dolorosa, que recoge el valor correndentor de los sufrimientos de María. Los Servitas
celebraban esta fiesta con gran solemnidad desde el siglo XVI, y Pío VII, en el año 1814, la extendió a toda
la Iglesia. Con la reforma de San Pío X se fijó la fiesta en el día de hoy, octava de la Natividad de María.
Antes de la última reforma litúrgica, el viernes de Pasión se veneraba también la Transfixión de la Virgen
Santa María al pie de la Cruz.


I. ¡Oh Madre, fuente de amor!, // hazme sentir tu dolor // para que llore contigo: // y que, por mi Cristo
amado, // mi corazón abrasado // más viva en Él que conmigo.

Quiso el Señor asociar a su Madre a la obra de la Redención, haciéndola partícipe de su dolor supremo. Al
celebrar hoy este sufrimiento corredentor de María, nos invita la Iglesia a ofrecer, por la salvación propia y la
ajena, los mil dolores, casi siempre pequeños, de la vida, y las mortificaciones voluntarias. María, asociada a
la obra de salvación de Jesús, no sufrió sólo como una buena madre que contempla a su hijo en los mayores
sufrimientos y en la misma muerte. Su dolor tiene el mismo carácter que el de Jesús: es un dolor redentor. El
sufrimiento de María, la esclava del Señor, purísima y llena de gracia, eleva sus actos hasta el punto de que
todos ellos, en unión profundísima con su Hijo, tienen un valor casi infinito.

Nunca comprenderemos del todo la inmensidad de su amor por Jesús, causa de sus dolores. Por eso, la
Liturgia aplica a la Virgen dolorosa, como al mismo Jesús, las palabras del profeta Jeremías: Oh vosotros,
cuantos por aquí pasáis, mirad y ved si hay dolor comparable a mi dolor, al dolor con que soy atormentada.

El dolor de Nuestra Señora era mayor por su eminente santidad. Su amor a Jesús le permitió sufrir los
padecimientos de su Hijo como propios: «Si hieren con golpes el cuerpo de Jesús, María siente todas estas
heridas; si atraviesan con espinas su cabeza, María se siente desgarrada por las puntas; si le presentan hiel y
vinagre, María apura toda su amargura; si extienden su cuerpo sobre la cruz, María sufre toda esta
violencia». Cuanto más se ama a una persona, más se siente su pérdida. «Más aflige la muerte de un hermano
que la de un irracional, más la de un hijo que la de un amigo. Ahora bien (...), para comprender cuán grande
fue el dolor de María en la muerte de su Hijo, habría que conocer la grandeza del amor que le tenía. Y ¿quién
podrá nunca medir tal amor?».

El mayor dolor de Cristo, el que le sumió en profunda agonía en Getsemaní, el que le hizo sufrir como
ningún otro, fue el conocimiento profundo del pecado como ofensa a Dios y de su maldad frente a la
santidad de Dios. Y la Virgen penetró y participó más que ninguna otra criatura en este conocimiento de la
maldad y de la fealdad del pecado, que fue la causa de la Pasión. Su corazón sufrió una mortal agonía
causada por el horror al pecado, a nuestros pecados. María se vio anegada en un mar de dolor. «Y dado que
cada uno de nosotros hemos contribuido en gran parte a acrecentarlos, ¿no debe acaso agradarnos el
meditarlos detenida y afectuosamente para compadecernos y reparar así las heridas infligidas al Corazón de
María y al Corazón de Jesús?».


II. Desde el comienzo, parece como si el Señor nos hubiera querido enseñar a través de las criaturas que
más amó en esta vida, María y José, que la felicidad y la eficacia redentora no están nunca lejos de la Cruz.
Y aunque toda la vida de Nuestra Señora estuvo, como la de su Hijo, dirigida al Calvario, hay un momento
especial en que le es revelada con particular claridad su participación en los sufrimientos del Mesías, su Hijo.
María, acompañada de José, había venido al Templo para purificarse de una mancha legal que no había
contraído y a ofrecer a su Hijo al Altísimo. En esta inmolación que hacía de su Hijo, María vislumbró la
inmensidad de su sacrificio redentor, como había sido profetizado. Pero Dios quiso además revelarle la
profundidad de este sacrificio y su propia participación en él por medio de un hombre justo, Simeón, que
movido por el Espíritu Santo dijo a María: Mira, éste ha sido puesto para ruina y salvación de muchos en
Israel, y para signo de contradicción y tu misma alma la traspasará una espada, a fin de que se descubran los
pensamientos de muchos corazones.

Las palabras dirigidas a María anuncian con claridad que su vida habría de estar íntimamente unida a la
obra de su Hijo. «El anuncio de Simeón comenta Juan Pablo II parece como un segundo anuncio a María,
dado que le indica la concreta dimensión histórica en la cual el Hijo cumplirá su misión, es decir, en la
incomprensión y en el dolor (...). Le revela también que deberá vivir en el sufrimiento su obediencia de fe al
lado del Salvador que sufre, y que su maternidad será oscura y dolorosa». El Señor no quiso evitar a su
Madre la zozobra de una huida precipitada a Egipto cuando, con el Niño y con José, ya quizá estaba
instalada en una casa modesta en Belén y comenzaba a gozar de una vida familiar en torno a Jesús. Dios no
la dispensó del exilio en una tierra extraña para Ella, ni de tener que recomenzar de nuevo con lo poco que
pudieron llevarse en aquel viaje apresurado... Y luego, instalados de nuevo en Nazareth, la inquietud de
aquellos días, buscando a Jesús en Jerusalén, a la edad de doce años. ¡Qué momentos de angustia para el
Corazón de la Madre! Y más tarde, durante los años del ministerio público del Señor, los rumores y
calumnias que llegarían a sus oídos, las asechanzas por parte de los judíos de las que tendría noticia, las
incomprensiones... Luego, las noticias, una a una, cada vez más terribles, que se van sucediendo en la noche
de la traición, los gritos que piden su muerte en la mañana siguiente, la soledad y el abandono en que ve a su
Hijo, el encuentro camino del Calvario... ¿Quién podrá comprender jamás la inmensidad del dolor que anega
el corazón de la Virgen Santísima?... Allí está Nuestra Señora... Ve cómo clavan a su Hijo en la cruz... Y
luego los insultos, la larga agonía de un crucificado... ¡Oh! ¡Cuán triste y cuán aflicta se vio la Madre bendita
de tantos tormentos llena! // ¡Cuando triste contemplaba y dolorosa miraba del Hijo amado la pena! // Y
¿cuál hombre no llorara si en la Madre contemplara de Cristo tanto dolor? // Y ¿quién no se estremeciera,
piadosa Madre, si os viera sujeta a tanto rigor?.

Al considerar que nuestros pecados no son ajenos, sino parte activa, en este dolor de Nuestra Madre, le
pedimos hoy que nos ayude a compartir su dolor, a sentir un profundo horror a todo pecado, a ser más
generosos en la reparación por nuestros pecados y por los que todos los días se cometen en el mundo.


III. La fiesta de hoy nos invita a aceptar los sufrimientos y contrariedades de la vida para purificar nuestro
corazón y corredimir con Cristo. La Virgen nos enseña a no quejarnos de los males, pues Ella jamás lo hizo;
nos anima a unirlos a la Cruz redentora de su Hijo y convertirlos en un bien para la propia familia, para la
Iglesia, para toda la Humanidad.

El dolor que habremos de santificar consistirá frecuentemente en las pequeñas contrariedades diarias:
esperas que se prolongan, cambios de planes, proyectos que no se realizan... Otras veces se presentará en
forma de pobreza, de carencia incluso de lo necesario, en la falta quizá de un empleo con el que sacar la
familia adelante. Y esta pobreza será un gran medio para unirnos más a Cristo, para imitarle en su
desprendimiento absoluto de las cosas, incluso de las necesarias. Miraremos a la Virgen que contempla a su
Hijo desposeído hasta de aquella túnica que Ella conocía bien por haberla tejido con sus manos. Y
hallaremos consuelo y fuerzas para seguir adelante con paz y serenidad.

También puede llegar la enfermedad, y pediremos la gracia de verla como un tesoro, una caricia de Dios,
y de dar gracias por el tiempo en el que quizá no supimos apreciar del todo el don de la salud. La
enfermedad, en cualquiera de sus formas, también la psíquica, puede ser la piedra de toque que muestre la
solidez del amor al Señor y de la confianza en Él. Mientras estamos enfermos podemos crecer más
rápidamente en las virtudes, principalmente en las teologales: en la fe, pues aprendemos a ver también en ese
estado la mano providente de nuestro Padre Dios; en la esperanza, pues siempre estamos en sus manos, pero
especialmente cuando más débiles y necesitados nos encontramos; en la caridad, ofreciendo el dolor, siendo
ejemplares en la alegría con que amamos ese estado que Dios quiere o permite para nuestro bien.

Frecuentemente, lo más difícil de la enfermedad es la forma en que se presenta: «su inusitada duración, la
impotencia a que nos reduce, la dependencia a que nos obliga, el malestar que proviene de la soledad, la
imposibilidad de cumplir los deberes de estado y para un sacerdote, por ejemplo, la imposibilidad de
continuar sus obras de apostolado; para un religioso seguir la regla; para una madre de familia ocuparse de
sus hijos. Todas estas situaciones son duras y angustiosas a nuestra naturaleza. A pesar de todo, y después de
haber empleado todos los medios que aconseja la prudencia para recuperar la salud, es preciso repetir con los
santos: "¡Oh Dios mío! Acepto todas esas modalidades: lo que quieras, cuando quieras y como quieras"». Le
pediremos más amor y le diremos despacio, con un completo abandono: «¿Lo quieres, Señor?... ¡Yo también
lo quiero!», como tantas veces y en circunstancias tan diversas quizá le hemos dicho.

Cuando sintamos que la carga se nos hace demasiado pesada para nuestras pocas fuerzas, recurriremos a
Santa María en demanda de auxilio y de consuelo, «pues Ella sigue siendo la amorosa consoladora de tantos
dolores físicos y morales que afligen y atormentan a la humanidad. Ella conoce bien nuestros dolores y
nuestras penas, pues también Ella ha sufrido desde Belén hasta el Calvario: una espada te traspasará el
corazón. María es nuestra Madre espiritual, y la madre comprende siempre a sus hijos y les consuela en sus
necesidades.

»Por otro lado, Ella ha recibido de Jesús en la Cruz la misión específica de amarnos, sólo y siempre
amarnos para salvarnos. María nos consuela sobre todo mostrándonos el crucifijo y el paraíso (...).

»Oh Madre Consoladora, consuélanos a todos, haz que todos comprendamos que la clave de la felicidad
está en la bondad y en el seguimiento fiel de tu Hijo Jesús». Él sabe siempre cuál es el camino mejor para
cada uno, en el que debemos seguirle.


NUESTRA SEÑORA DE LAS ANGUSTIAS

En 1545 se funda un Hermandad para rendirle culto por iniciativa de 20 hortelanos de los alrededores.
Pronto su importancia fue en aumento, convirtiéndose en Hermandad de Penitencia y Sangre, realizando
estación de penitencia el Jueves Santo por la tarde o el Viernes Santo por la mañana. Se portaban dos
imágenes, Cristo Crucificado (hoy en la Sacristía) y Nuestra Señora de las Angustias, manteniéndose durante
todo el siglo XVI.

En el XVII, la popularidad de la Virgen de las Angustias había sobrepasado a otras devociones marianas
de Granada como la de Nuestra Señora de la Antigua, patrona de la ciudad durante el siglo XVI. El auge de
la devoción fue paralelo al aumento del culto. Con motivo de la terminación del nuevo templo en 1671, se
celebraron fiestas durante ocho días del mes de septiembre, precedente de las fiestas dedicadas a la Virgen de
las Angustias establecidas definitivamente a partir de 1887. La Hermandad alcanzó, incluso, la protección
por parte de la Corona en el siglo XVIII, cuando el rey Fernando IV la declara de su Real Patronato.
El título de Real Hermandad se aprobó mediante Real Cédula de 26 de febrero de 1747. Desde entonces se
considera al Rey de España Hermano Mayor perpetuo. Desde el siglo XVII el pueblo la aclama como su
Patrona, reconocimiento oficial otorgado por el Papa León XIII, momento desde el que la Hermandad puede
considerarse Patronal.

Pero ¿cómo llegó la imagen actual de la Virgen a la Carrera? Para responder a esta pregunta,
necesariamente, hay que echar mano de la historia y de la leyenda, de los documentos y de la tradición. Y es
que, por ejemplo, existen varias leyendas en torno a la aparición de esta imagen. Una de las más extendidas,
y conocidas, es la que cuenta cómo dos caballeros que decían proceder de la ciudad de Toledo llegaron a
Granada y se interesaron por hablar con los representantes de la cofradía de Nuestra Señora de las Angustias.
Hallando al mayordomo y otros hombres que reconocían su fervor por esta imagen, les explicaron que ellos
también veneraban en su ciudad la misma advocación y que venían a traer consigo una imagen digna de
devoción, dejando así, sin más explicaciones, como regalo la imagen que ha llegado a nuestros días.

Lo extraño vino después. Cuando la hermandad granadina contactó con la de Toledo para agradecerle el
presente, se llevaron la sorpresa de que nadie en Toledo conocía la existencia ni de aquellos dos caballeros,
ni de haber mandado regalo ni comisión ninguna hacia Granada. Pronto dijeron los granadinos que habían
sido dos ángeles del cielo los que trajeron a la que hoy es la Patrona.

Señora orante

Otra leyenda narra cómo una tarde, cuando algunas gentes devotas entraban en la capilla a orar, el
encargado de la capilla vio que entraba una señora ricamente vestida acompañada por dos gallardos jóvenes
que parecían servirla y que, llegando ante el altar, se detenía en actitud de orar. A poco, el ermitaño notó que
los jóvenes habían desaparecido, aunque él no recordaba haberlos visto salir por la puerta de la capilla.

Llegó la hora de cerrar la ermita, se hacía tarde, pero la señora continuaba en el mismo sitio rezando. Ya
no quedaba nadie en el templo más que la señora en la misma postura. Fue entonces cuando se acercó el
hombre, para advertirla de que ya era la hora de cerrar la iglesia, y cual no sería la sorpresa y admiración al
ver que lo que parecía una señora era una preciosa imagen de la Virgen que sostenía sobre sus rodillas el
cuerpo inanimado de su Hijo.

Todo eso es lo que narra la leyenda sobre la aparición de la Patrona. La historia, por otra parte, data que la
imagen actual de la Virgen se va formando con el tiempo por la agrupación de varios elementos que
incorpora la devoción popular. En su forma primitiva era una Soledad de vestir, tallada de pie, en tamaño
natural, con los brazos pegados al cuerpo y las manos cruzadas y extendidas sobre el pecho.

«Después se le agregaría la figura de Cristo yacente colocado sobre una mesa cubierta por un velo blanco,
se le puso la cruz con el paño del Descendimiento y se cubrió con un manto unificando todo el conjunto y
creando un nuevo tipo iconográfico mariano con nombre propio: la Virgen de las Angustias de Granada».
Así lo detallan Manuel Serrano Aguilera y Manuel Serrano Ruiz en el libro ‘Basílica de Nuestra Señora de
las Angustias’.

Pero lo cierto es que no se conoce el autor de la imagen de la Virgen, aunque se cree que debió ser tallada
hacia el año 1565, e incluso algunos la atribuyen por razones estilísticas a Gaspar Becerra. El grupo
escultórico se forma en el siglo XVII y posteriormente tuvo algunos cambios.

http://virgen-de-las-angustias.ideal.es/noticias/2-reportajes/25-de-como-la-virgen-se-hizo-granadina.html