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5 agosto 2024

Nuestra Señora de las Nieves

Fernández Carvajal. Hablar con Dios, tomo VII

Después de la proclamación del dogma de la Maternidad divina de María en el Concilio de Éfeso (año
431), el Papa Sixto III consagró en Roma una Basílica en honor de la Virgen, llamada después Santa María
la Mayor. Es la iglesia más antigua dedicada a Nuestra Señora.

La fiesta de hoy también es conocida como Nuestra Señora de las Nieves, debido a una antigua leyenda
que cuenta cómo un matrimonio romano, que pedía a la Virgen luz acerca del modo de emplear su fortuna,
recibió en sueños el deseo de Santa María de que se le erigiera un templo precisamente donde apareciera
cubierto de nieve el monte Esquilino. Esto ocurrió en la noche del 4 al 5 de agosto. Al día siguiente, de modo
sorprendente, se encontró cubierto de nieve un solar donde hoy se levanta la Basílica.


I. Hoy celebramos la Dedicación de la Basílica de Santa María la Mayor de Roma, la iglesia más antigua
consagrada en Occidente a la Virgen María, donde han tenido lugar tantos acontecimientos de la historia de
la Iglesia. Esta Basílica mariana guarda una estrecha relación con la definición dogmática de la Maternidad
divina de María, proclamada en el Concilio de Éfeso. Bajo esta advocación se levantó este templo en el siglo
IV, sobre otro ya existente, poco tiempo después de terminado el Concilio. El pueblo de la ciudad de Éfeso
celebró con enorme entusiasmo la declaración dogmática de esta verdad, que, por otra parte, creía desde
siempre. Esta alegría se extendió a toda la Iglesia, y en Roma se levantó con todo fervor bajo esta
advocación una grandiosa Basílica. Ese júbilo nos llega a nosotros también en la fiesta de hoy, en la que
debemos alabar a Santa María como Madre de Dios, y también como Madre nuestra.

Según una piadosa leyenda, un patricio romano, llamado Juan, de común acuerdo con su esposa,
determinó consagrar su hacienda a honrar a la Madre de Dios, pero sin saber a ciencia cierta cómo hacerlo.
Al mismo tiempo tuvo un sueño, y también el Papa, por el que supo que la Virgen deseaba que se edificara
un hermoso templo en su honor en el monte Esquilino, que apareció cubierto de nieve, cosa insólita, el día 5
de agosto. Aunque la leyenda es posterior a la edificación de la Basílica, ha servido para que la fiesta de hoy
se conozca en muchos lugares como de la Virgen de las Nieves, y para que muchos amantes de las cumbres
la tengan como Patrona.

En Roma, desde tiempo inmemorial, el pueblo fiel honra a Nuestra Madre en este templo bajo la
advocación de Salus Populi Romani. Allí acuden a pedir favores y gracias, como al lugar en el que son
escuchados siempre. El Papa Juan Pablo II también visitó a Nuestra Señora en este templo romano, poco
tiempo después de su elección al Pontificado. «María decía entonces el Papa está llamada a llevar a todos al
Redentor. A dar testimonio de Él, aun sin palabras, sólo con el amor, en el que se manifiesta la índole de
madre. A acercar incluso a quienes oponen más resistencia, para los que es más difícil creer en el amor (...).
Está llamada para acercar a todos, es decir, a cada uno, a su Hijo». Y a sus pies hacía esta dedicación de toda
su vida y de todos sus afanes a la Madre de Dios, que nosotros imitándole filialmente podemos hacer
nuestra: «Totus tuus ego sum et omnia mea tua sunt. Accipio Te in mea omnia (Soy todo tuyo, y todas mis
cosas tuyas son. Sé Tú mi guía en todo)». Con su protección iremos bien seguros.


II. El misterio de la Encarnación ha permitido a la Iglesia penetrar y esclarecer cada vez mejor el misterio
de la Madre del Verbo encarnado. En este profundizar tuvo particular importancia el Concilio de Éfeso (a.
431). Cuenta San Cirilo cómo la proclamación de este dogma mariano conmovió a todos los cristianos de
Éfeso, y nos conmueve a nosotros ahora cuando meditamos que la Madre de Dios es también Madre nuestra.
Describía así este Padre de la Iglesia aquellos acontecimientos: «todo el pueblo de la ciudad de Éfeso, desde
las primeras horas de la mañana hasta la noche, permaneció ansioso en espera de la resolución... Cuando se
supo que el autor de las blasfemias (Nestorio) había sido depuesto, todos a una comenzamos a glorificar a
Dios y a aclamar al Sínodo, porque había caído el enemigo de la fe. Apenas salidos de la iglesia, fuimos
acompañados con antorchas a nuestras casas. Era de noche: toda la ciudad estaba alegre e iluminada».
¡Cómo vibraban por su fe aquellos cristianos de los primeros tiempos! ¡Cómo debemos vibrar nosotros!

El mismo San Cirilo, en una homilía pronunciada en aquel Concilio, alaba de esta forma la Maternidad de
Nuestra Señora: «Dios te salve, María, Madre de Dios, Virgen Madre, Estrella de la mañana... Dios te salve,
María, la joya más preciosa de todo el orbe...». Por «ser Madre de Dios, tiene una dignidad en cierto modo
infinita, a causa del bien infinito que es Dios. Y en esa línea no puede imaginarse una dignidad mayor, como
no puede imaginarse cosa mayor que Dios», afirma Santo Tomás de Aquino. Está por encima de todos los
ángeles y de todos los santos. Después de la Humanidad Santísima de su Hijo, es el reflejo más puro de la
gloria de Dios. En Ella brilla como en ninguna otra criatura la participación de los dones divinos: la
Sabiduría, la Belleza, la Bondad... Nada manchado hay en Ella. Es el esplendor de la luz eterna, el espejo sin
mancha del actuar de Dios, imagen de su bondad.

No dejemos hoy de recordarle muchas veces esa Maternidad divina, de la que proceden todas las gracias,
virtudes y perfecciones que la adornan y embellecen: Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros... No
nos dejes de tu mano, cuida de nosotros como las madres protegen a sus hijos más débiles y necesitados.


III. San Bernardo afirma que Santa María es para nosotros el acueducto por el que nos llegan todas las
gracias que cada día necesitamos. A Ella debemos acudir siempre, «porque ésta es la voluntad de aquel
Señor que quiso que todo lo recibiéramos por María», y de modo particular cuando nos encontremos más
débiles, en las dificultades, en las tentaciones..., y tanto en las necesidades del alma como en las del cuerpo.

En el Calvario, junto a su Hijo, culminó la maternidad espiritual de María. Cuando todos desertan, la
Virgen se encuentra junto a la cruz de Jesús, en perfecta conformidad con la voluntad divina, sufriendo y
padeciendo con su Hijo, corredimiendo. Ella «no fue un instrumento puramente pasivo en las manos de Dios,
sino que cooperó a la salvación de los hombres con fe y obediencia libres». Esta maternidad de la Virgen
perdura sin cesar, y ahora, en el Cielo, «no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple
intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna».

Hemos de agradecer mucho a Dios que nos haya querido dar una Madre a quien acudir en la Vida de la
gracia. Y que ésta haya sido su propia Madre. María es Madre nuestra no sólo porque nos ama como una
madre, o porque hace sus veces. La maternidad espiritual de Nuestra Señora es muy superior, más efectiva
que cualquier maternidad legal o de afecto. Es Madre porque realmente nos ha engendrado en el orden
sobrenatural. Si se nos ha dado poder de llegar a ser hijos de Dios, de participar en la naturaleza divina), es
gracias a la acción redentora de Cristo, que nos hace semejantes a Él. Pero ese influjo pasa a través de María.
Y así, del mismo modo que Dios Padre tiene un solo Hijo según la naturaleza, e innumerables según la
gracia, por María, Madre de Cristo, hemos llegado a ser hijos de Dios. De su mano recibimos todo el
alimento espiritual, la defensa contra los enemigos, el consuelo en medio de las aflicciones.

Para Nuestra Madre del Cielo «jamás dejamos de ser pequeños, porque Ella nos abre el camino hacia el
Reino de los Cielos, que será dado a los que se hacen niños (cfr. Mt 19, 14). De Nuestra Señora no debemos
apartarnos nunca. ¿Cómo la honraremos? Tratándola, hablándole, manifestándole nuestro cariño,
ponderando en nuestro corazón las escenas de su vida en la tierra, contándole nuestras luchas, nuestros éxitos
y nuestros fracasos.

»Descubrimos así como si las recitáramos por vez primera el sentido de las oraciones marianas, que se han
rezado siempre en la Iglesia. ¿Qué son el Ave María y el Angelus sino alabanzas encendidas a la Maternidad
divina? Y en el Santo Rosario (...) pasan por nuestra cabeza y por nuestro corazón los misterios de la
conducta admirable de María, que son los mismos misterios fundamentales de la fe (...).

»En las fiestas de Nuestra Señora no escatimemos las muestras de cariño; levantemos con más frecuencia
el corazón pidiéndole lo que necesitemos, agradeciéndole su solicitud maternal y constante, encomendándole
las personas que estimamos. Pero, si pretendemos comportarnos como hijos, todos los días serán ocasión
propicia de amor a María, como lo son todos los días para los que se quieren de verdad».

A Ella le decimos hoy con un antiguo himno de la Iglesia: monstra te esse matrem!, muestra que eres
Madre y que por ti nos atienda el que tomó sangre en tus venas para redimirnos.