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Catequesis de Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
En la serie de los apóstoles llamados por Jesús durante su vida terrena, hoy llama nuestra atención el
apóstol Bartolomé. En las antiguas listas de los doce siempre aparece antes de Mateo, mientras que cambia el
nombre de quien le precede: en algunos casos es Felipe (Cf. Mateo 10,3; Marcos 3,18; Lucas 6,14) o Tomás
(Cf. Hechos 1,13).
Su nombre es evidentemente patronímico, pues hace referencia explícita al nombre del padre. Se trata de
un nombre de características probablemente arameas, «bar Talmay», que significa «hijo de Talmay».
No tenemos noticias importantes de Bartolomé. De hecho, su nombre aparece siempre y sólo dentro de las
listas de los doce que antes he citado y, por tanto, no es el protagonista de ninguna narración.
Tradicionalmente, sin embargo, es identificado con Natanael: un nombre que significa «Dios ha dado». Este
Natanael era originario de Caná (Cf Juan 21,2) y, por tanto, es posible que haya sido testigo de algún gran
«signo» realizado por Jesús en aquel lugar (Cf Juan 2,1-11).
La identificación de los dos personajes se debe probablemente al hecho de que Natanael, en la escena de la
vocación narrada por el Evangelio de Juan, es colocado junto a Felipe, es decir, en el puesto que tiene
Bartolomé en las listas de los apóstoles referidas por los demás Evangelios. A este Natanael, Felipe le había
dicho que había encontrado a «ese del que escribió Moisés en la Ley, y también los profetas: Jesús el hijo de
José, el de Nazaret» (Juan 1, 45).
Como sabemos, Natanel le planteó un prejuicio de mucho peso: «¿De Nazaret puede haber cosa buena?»
(Juan 1,46a). Esta expresión es importante para nosotros. Nos permite ver que, según las expectativas judías,
el Mesías no podía proceder de un pueblo tan oscuro, como era el caso de Nazaret (Cf. también Juan 7,42).
Al mismo tiempo, sin embargo, muestra la libertad de Dios, que sorprende nuestras expectativas,
manifestándose precisamente allí donde no nos lo esperamos. Por otra parte, sabemos que, en realidad, Jesús
no era exclusivamente «de Nazaret», sino que había nacido en Belén (Cf. Mateo 2,1; Lucas 2,4). La objeción
de Natanael, por tanto, no tenía valor, pues se fundamentaba, como sucede con frecuencia, en una
información incompleta.
El caso de Natanael nos sugiere otra reflexión: en nuestra relación con Jesús, no tenemos que contentarnos
sólo con las palabras. Felipe, en su respuesta, presenta a Natanael una invitación significativa: «Ven y lo
verás» (Juan 1,46b). Nuestro conocimiento de Jesús tiene necesidad sobre todo de una experiencia viva: el
testimonio de otra persona es ciertamente importante, pues normalmente toda nuestra vida cristiana
comienza con el anuncio que nos llega por obra de uno o de varios testigos. Pero nosotros mismos tenemos
que quedar involucrados personalmente en una relación íntima y profunda con Jesús.
De manera semejante, los samaritanos, después de haber escuchado el testimonio de la compatriota con la
que Jesús se había encontrado en el pozo de Jacob, quisieron hablar directamente con Él y, después de ese
coloquio, dijeron a la mujer: «Ya no creemos por tus palabras; pues nosotros mismos hemos oído y sabemos
que éste es verdaderamente el Salvador del mundo» (Juan 4, 42).
Volviendo a la escena de la vocación, el evangelista nos dice que, cuando Jesús ve que Natanael se acerca,
exclama: «Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño» (Juan 1,47). Se trata de un elogio que
recuerda al texto de un Salmo: «Dichoso el hombre […] en cuyo espíritu no hay fraude» (Salmo 32,2), pero
que suscita la curiosidad de Natanael, quien replica sorprendido: «¿De qué me conoces?» (Juan 1,48a). La
respuesta de Jesús no se entiende en un primer momento. Le dice: «Antes de que Felipe te llamara, cuando
estabas debajo de la higuera, te vi» (Juan 1,48b).
Hoy es difícil darse cuenta con precisión del sentido de estas últimas palabras. Según dicen los
especialistas, es posible que, dado que a veces se menciona a la higuera como el árbol bajo el que se
sentaban los doctores de la ley para leer la Biblia y enseñarla, está aludiendo a este tipo de ocupación
desempeñada por Natanael en el momento de su llamada.
De todos modos, lo que más cuenta en la narración de Juan es la confesión de fe que al final profesa
Natanael de manera límpida: «Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel» (Juan 1, 49). Si bien no
alcanza la intensidad de la confesión de Tomás con la que concluye el Evangelio de Juan: «¡Señor mío y
Dios mío!» (Juan 20,28), la confesión de Natanael tiene la función de abrir el terreno al cuarto Evangelio. En
ésta se ofrece un primer e importante paso en el camino de adhesión a Cristo. Las palabras de Natanael
presentan un doble y complementario aspecto de la identidad de Jesús: es reconocido tanto por su relación
especial con Dios Padre, del que es Hijo unigénito, como por su relación con el pueblo de Israel, de quien es
llamado rey, atribución propia del Mesías esperado.
Nunca tenemos que perder de vista ninguno de estos dos elementos, pues si proclamamos sólo la
dimensión celestial de Jesús corremos el riesgo de hacer de Él un ser etéreo y evanescente, mientras que si
sólo reconocemos su papel concreto en la historia, corremos el riesgo de descuidar su dimensión divina, que
constituye su calificación propia.
No tenemos noticias precisas sobre la posterior actividad apostólica de Bartolomé-Natanael. Según una
información referida por el historiador Eusebio en el siglo IV, un cierto Panteno habría encontrado en la
India los signos de la presencia de Bartolomé (Cf. «Historia Eclesiástica», V, 10,3).
En la tradición posterior, a partir de la Edad Media, se impuso la narración de su muerte por
despellejamiento, que se hizo después sumamente popular. Basta pensar en la famosísima escena del Juicio
Universal de la Capilla Sixtina, en la que Miguel Ángel presentó a san Bartolomé teniendo en la mano
izquierda su propia piel, en la que el artista dejó su autorretrato.
Sus reliquias son veneradas aquí, en Roma, en la Iglesia que se le ha dedicado en la Isla del Tíber, adonde
habrían sido traídas por el emperador alemán Otón III en el año 983.
Concluyendo, podemos decir que la figura de san Bartolomé, a pesar de la falta de noticias, nos dice que
la adhesión a Jesús puede ser vivida y testimoniada incluso sin realizar obras sensacionales. El extraordinario
es Jesús, a quien cada uno de nosotros estamos llamados a consagrar nuestra vida y nuestra muerte.