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20 agosto 2024

San Bernardo, abad de Claraval, 1091-1153

“Teología del corazón”, más que “Teología de la razón”

Catequesis de Benedicto XVI de 4 de noviembre de 2009

Queridos hermanos y hermanas,

en la última catequesis presenté las características principales de la teología monástica y de la teología
escolástica del siglo XII, que podríamos llamar, en un cierto sentido, respectivamente, “teología del corazón”
y “teología de la razón”. Entre los representantes de una y otra corriente teológica tuvo lugar un amplio
debate, a veces encendido, simbólicamente representado por la controversia entre san Bernardo de Claraval y
Abelardo.

Para comprender esta confrontación entre los dos grandes maestros, es bueno recordar que la teología es la
búsqueda de una comprensión racional, en cuanto sea posible, del misterio de la Revelación cristiana, creídos
por la fe: fides quaerens intellectum – la fe busca la inteligibilidad – por usar una definición tradicional,
concisa y eficaz. Ahora, mientras que san Bernardo, típico representante de la teología monástica, pone el
acento sobre la primera parte de la definición, es decir, en la fides - la fe, Abelardo, que es un escolástico,
incide sobre la segunda parte, es decir, sobre el intellectus, sobre la comprensión por medio de la razón. Para
Bernardo la fe misma está dotada de una íntima certeza fundada en el testimonio de la Escritura y en la
enseñanza de los Padres de la Iglesia. La fe además se refuerza por el testimonio de los santos y por la
inspiración del Espíritu Santo en el alma de cada creyente. En los casos de duda y de ambigüedad, la fe debe
ser protegida e iluminada por el ejercicio del Magisterio eclesial. Así a Bernardo le cuesta ponerse de
acuerdo con Abelardo, y más en general con aquellos que sometían las verdades de la fe al examen crítico de
la razón; un examen que comportaba, en su opinión, un grave peligro, el intelectualismo, la relativización de
la verdad, la puesta en discusión de las mismas verdades de la fe. En esta forma de proceder Bernardo veía
una audacia llevada hasta la falta de escrúpulos, fruto del orgullo de la inteligencia humana, que pretende
“capturar” el misterio de Dios. En una de sus cartas, dolorido, escribe así: “El ingenio humano se apodera de
todo, no dejando ya nada a la fe. Se enfrenta a lo que está por encima de él, escruta lo que le es superior,
irrumpe en el mundo de Dios, altera los misterios de la fe, más que iluminarlos; lo que está cerrado y sellado
no lo abre, sino que lo erradica, y lo que no encuentra viable lo considera como nada, y rechaza creer en
ello” (Epístola CLXXXVIII,1: PL 182, I, 353).

Para Bernardo la teología tiene un único fin: el de promover la experiencia viva e íntima de Dios. La
teología es por tanto una ayuda para amar cada vez más y mejor al Señor, como recita el título del tratado
sobre el Deber de amar a Dios (De diligendo Deo). En este camino, hay diversos grados, que Bernardo
describe detalladamente, hasta el culmen, cuando el alma del creyente se embriaga en las cumbres del amor.
El alma humana puede alcanzar ya en la tierra esa unión mística con el Verbo divino, unión que el Doctor
Mellifluus describe como “bodas espirituales”. El Verbo divino la visita, elimina las últimas resistencias, la
ilumina, la inflama y la transforma. En esta unión mística, ésta goza de una gran serenidad y dulzura, y canta
a su Esposo un himno de alegría. Como recordé en la catequesis dedicada a la vida y a la doctrina de san
Bernardo, la teología para él no puede sino nutrirse de la oración contemplativa, en otras palabras, de la
unión afectiva del corazón y de la mente con Dios.

Abelardo, que por otra parte es precisamente quien introdujo el término “teología” en el sentido en que lo
entendemos hoy, se pone en cambio en una perspectiva diversa. Nacido en Bretaña, en Francia, este famoso
maestro del siglo XII estaba dotado de una inteligencia vivísima y su vocación era el estudio. Se ocupó
primero de la filosofía, y después aplicó los resultados alcanzados en esta disciplina a la teología, de la que
fue maestro en la ciudad más culta de la época, París, y sucesivamente en los monasterios en los que vivió.
Era un orador brillante: sus lecciones eran seguidas por verdaderas y propias masas de estudiantes. De
espíritu religioso pero de personalidad inquieta, su existencia fue rica en golpes de escena: rebatió a sus
maestros, tuvo un hijo con una mujer culta e inteligente, Eloísa. Estuvo a menudo en polémica con sus
colegas teológicos, sufrió también condenas eclesiásticas, aunque murió en plena comunión con la Iglesia, a
cuya autoridad se sometió con espíritu de fe. Precisamente san Bernardo contribuyó a la condena de algunas
doctrinas de Abelardo en el sínodo provincial de Sens de 1140, y solicitó también la intervención del Papa
Inocencio II. El abad de Claraval rechazaba, como hemos recordado, el método demasiado intelectualista de
Abelardo, que a sus ojos reducía la fe a una simple opinión desenganchada de la verdad revelada. Los
temores de Bernardo no eran infundados, sino que eran compartidos, por lo demás, por otros grandes
pensadores de su tiempo. Efectivamente, un uso excesivo de la filosofía hizo peligrosamente frágil la
doctrina trinitaria de Abelardo, y así su idea de Dios. En el campo moral su enseñanza no estaba privada de
ambigüedad: insistía en considerar la intención del sujeto como única fuente para describir la bondad o la
malicia de los actos morales, descuidando así el significado objetivo y el valor moral de las acciones: un
subjetivismo peligroso. Este es – como sabemos – un aspecto muy actual para nuestra época, en la que la
cultura aparece a menudo marcada por una tendencia creciente al relativismo ético: sólo el yo decide qué es
bueno para mí, en este momento. No hay que olvidar, con todo, los grandes méritos de Abelardo, que tuvo
muchos discípulos y que contribuyó al desarrollo de la teología escolástica, destinada a expresarse de modo
más maduro y fecundo en el siglo sucesivo. No deben minusvalorarse algunas de sus intuiciones, como por
ejemplo cuando afirma que en las tradiciones religiosas no cristianas hay ya una preparación a la acogida de
Cristo, Verbo divino.

¿Qué podemos aprender nosotros hoy, de la confrontación, de tonos a menudo encendidos, entre Bernardo
y Abelardo, y, en general, entre la teología monástica y la escolástica? Ante todo creo que muestra la utilidad
y la necesidad de una sana discusión teológica en la Iglesia, sobre todo cuando las cuestiones debatidas no
han sido definidas por el Magisterio, el cual sigue siendo, con todo, un punto de referencia ineludible. San
Bernardo, pero también el mismo Abelardo, reconocieron siempre sin dudarlo su autoridad. Además, las
condenas que este último sufrió nos recuerdan que en el campo teológico debe haber un equilibrio entre los
que podríamos llamar los principios arquitectónicos que nos han sido dados por la Revelación y que
conservan por ello siempre una importancia prioritaria, y los interpretativos sugeridos por la filosofía, es
decir, por la razón, y que tienen una función importante, pero sólo instrumental. Cuando este equilibrio entre
la arquitectura y los instrumentos de interpretación disminuye, la reflexión teológica corre el riesgo de
contaminarse con errores, y corresponde entonces al Magisterio el ejercicio de ese necesario servicio a la
verdad que le es propio. Además, hay que subrayar que, entre las motivaciones que indujeron a Bernardo a
ponerse contra Abelardo y a solicitar la intervención del Magisterio, estaba también la preocupación de
salvaguardar a los creyentes sencillos y humildes, a los que hay que defender cuando corren el riesgo de ser
confundidos o desviados por opiniones demasiado personales y por argumentaciones teológicas sin
escrúpulos, que podrían poner en peligro su fe.

Quisiera recordar, finalmente, que la confrontación teológica entre Bernardo y Abelardo concluyó con una
plena reconciliación entre ambos, gracias a la mediación de un amigo común, el abad de Cluny Pedro el
Venerable, del que hablé en una de las catequesis anteriores. Abelardo mostró humildad en reconocer sus
errores, Bernardo usó gran benevolencia. En ambos prevaleció lo que debe estar verdaderamente en el
corazón cuando nace una controversia teológica, es decir, salvaguardar la fe de la Iglesia y hacer triunfar la
verdad en la caridad. Que esta sea también hoy la actitud con la que hay confrontaciones en la Iglesia,
teniendo siempre como meta la búsqueda de la verdad.