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15 agosto 2024

La Asunción de la Santísima Virgen

Fernández Carvajal. Hablar con Dios, tomo VII

La Iglesia, desde los primeros siglos (V-VI), profesó pacíficamente la fe en la Asunción de María
Santísima, en cuerpo y alma, a la vida celestial, como se deduce de la Liturgia, de los documentos devotos,
de los escritos de los Padres y de los Doctores. Esta fe multisecular y universal está confirmada por todo el
Episcopado en la Carta Apostólica de 1-V-1946, que sirve para ilustrar las razones de su definición
dogmática, realizada por Pío XII el 1-XI-1950.


I. Pondré enemistad entre ti y la mujer y entre tu linaje y el suyo. Aparece así la Virgen Santa María
asociada a Cristo Redentor en la lucha y en el triunfo sobre Satanás. Es el plan divino que la Providencia
tenía preparado desde la eternidad para salvarnos. Éste es el anuncio del primer libro de la Sagrada Escritura,
y en el último volvemos a encontrar esta portentosa afirmación: Apareció en el cielo una gran señal: una
mujer vestida de sol, la luna por pedestal, coronada con doce estrellas. Es la Virgen Santísima, que entra en
cuerpo y alma en el Cielo al terminar su vida entre nosotros. Y llega para ser coronada como Reina del
Universo, por ser Madre de Dios. Prendado está el rey de tu belleza, canta el Salmo responsorial.

El Apóstol San Juan, que seguramente fue testigo del tránsito de María -el Señor se la había confiado, y no
iba a estar ausente en esos momentos...-, nada nos dice en su Evangelio de los últimos instantes de Nuestra
Madre aquí en la tierra. El que con tanta claridad y fuerza nos habló de la muerte de Jesús en el Gólgota calla
cuando se trata de Aquella de quien cuidó como a su madre y como a la Madre de Jesús y de todos los
hombres. Exteriormente, debió de ser como un dulce sueño: «salió de este mundo en estado de vigilia», dice
un antiguo escritor, en plenitud de amor. «Terminado el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma
a la gloria celestial». Allí la esperaba su Hijo, Jesús, con su cuerpo glorioso, como Ella lo había contemplado
después de la Resurrección. Con su divino poder, Dios asistió la integridad del cuerpo de María y no
permitió en él la más pequeña alteración, manteniendo una perfecta unidad y completa armonía del mismo.
Consiguió Nuestra Señora, «como supremo coronamiento de sus prerrogativas, verse exenta de la corrupción
del sepulcro y, venciendo a la muerte -como antes la había vencido su Hijo-, ser elevada en cuerpo y alma a
la gloria celestial». Es decir, la armonía de los privilegios marianos postulaba su Asunción a los Cielos.

Muchas veces hemos contemplado este privilegio de Nuestra Señora en el Cuarto misterio de gloria del
Santo Rosario: «Se ha dormido la Madre de Dios (...). Pero Jesús quiere tener a su Madre, en cuerpo y alma,
en la Gloria. -Y la Corte celestial despliega todo su aparato, para agasajar a la Señora. -Tú y yo -niños, al fintomamos
la cola del espléndido manto azul de la Virgen, y así podemos contemplar aquella maravilla.

»La Trinidad beatísima recibe y colma de honores a la Hija, Madre y Esposa de Dios... -Y es tanta la
majestad de la Señora, que hace preguntar a los Ángeles: ¿Quién es Ésta?». Nosotros nos alegramos con los
ángeles, llenos también de admiración, y la felicitamos en su fiesta. Y nos sentimos orgullosos de ser hijos
de tan gran Señora.

Con frecuencia, la piedad popular y el arte mariano han representado a la Virgen, en este misterio, llevada
por los ángeles y aureolada de nubes. Santo Tomás ve en estas intervenciones angélicas hacia quienes han
dejado la tierra y se encaminan ya al Cielo, la manifestación de reverencia que los Ángeles y todas las
criaturas tributan a los cuerpos gloriosos. En el caso de Nuestra Señora, todo lo que podamos imaginar es
bien poco. Nada, en comparación a como debió de suceder en la realidad. Cuenta Santa Teresa que vio una
vez la mano, sólo la mano, glorificada de Nuestro Señor, y decía después la Santa que, junto a ella,
quinientos mil soles claros, reflejándose en el más limpio cristal, eran como noche triste y muy oscura.
¿Cómo sería el rostro de Cristo, su mirada...? Un día, si somos fieles, contemplaremos a Jesús y a Santa
María, a quienes tantas veces hemos invocado en esta vida.


-II. Hoy ha sido llevada al Cielo la Virgen, Madre de Dios; Ella es figura y primicia de la Iglesia que un
día será glorificada; Ella es consuelo y esperanza de tu pueblo, todavía peregrino en la tierra.

Miremos a Nuestra Señora, Asunta ya en los Cielos. «Y así como el viajero, haciendo pantalla con su
mano para contemplar algún vasto panorama, busca en los alrededores alguna figura humana que le permita
darse una idea de aquellos parajes, así nosotros, que miramos hacia Dios con ojos deslumbrados,
identificamos y damos la bienvenida a una figura puramente humana, que está al lado de su trono. Un navío
ha terminado su periplo, un destino se ha cumplido, una perfección humana ha existido. Y al mirarla vemos a
Dios más claro, más grande, a través de esa obra maestra de sus relaciones con la humanidad».

Todos los privilegios de María tienen relación con su Maternidad y, por tanto, con nuestra redención.
María, Asunta a los Cielos, es imagen y anticipo de la Iglesia que se encuentra aún en camino hacia la Patria.
Desde el Cielo «precede con su luz al Pueblo peregrino como signo de esperanza cierta hasta que llegue el
día del Señor». «Con el misterio de la Asunción a los cielos, se han realizado definitivamente en María todos
los efectos de la única mediación de Cristo Redentor del mundo y Señor resucitado (...). En el misterio de la
Asunción se expresa la fe de la Iglesia, según la cual María "está también íntimamente unida" a Cristo». Ella
es la seguridad y la prueba de que sus hijos estaremos un día con nuestro cuerpo glorificado junto a Cristo
glorioso. Nuestra aspiración a la vida eterna cobra alas al meditar que nuestra Madre celeste está allí arriba,
nos ve y nos contempla con su mirada llena de ternura. Con más amor, cuanto más necesitados nos ve.
«Realiza aquella función, propia de la madre, de mediadora de clemencia en la venida definitiva».

Ella es gran valedora nuestra ante el Altísimo. Es verdad que la vida en la tierra se nos presenta como
valle de lágrimas, porque no faltan los sacrificios, las penalidades (sobre todo, nos falta el Cielo). Pero, a la
vez, el Señor nos da muchas alegrías y tenemos la esperanza de la Gloria para caminar con optimismo. Entre
esos motivos de contento, está Santa María. Ella es vida, dulzura y esperanza nuestra: el cariño de la Madre
se hace sentir en la vida del cristiano. Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos, le decimos. Los ojos
de Santa María, como los de su Hijo, son de misericordia, de compasión. Nunca deja de dar una mano a
quien acude a su amparo: Jamás se ha oído decir que ninguno de los que han acudido a vuestra protección...
Procuremos buscar más la intercesión de la Virgen, de la Reina de cielos y tierra. Acudamos al Refugio de
los pecadores; y le diremos: muéstranos a Jesús, que es lo que más necesitamos.

¡Qué seguridad, qué alegría posee el alma que en toda circunstancia se dirige a la Santísima Virgen con la
sencillez y la confianza de un hijo con su madre! «Como un instrumento dócil en manos del Dios excelso
escribe un Padre de la Iglesia, así desearía yo estar sujeto a la Virgen Madre, íntegramente dedicado a su
servicio. Concédemelo, Jesús, Dios e Hijo del hombre, Señor de todas las cosas e Hijo de tu Esclava (...).
Haz que yo sirva a tu Madre de modo que Tú me reconozcas por servidor; que Ella sea mi soberana en la
tierra de modo que Tú seas mi Señor por toda la eternidad». Pero hemos de examinar cómo es nuestro trato
diario con Ella. «Si estás orgulloso de ser hijo de Santa María, pregúntate: ¿cuántas manifestaciones de
devoción a la Virgen tengo durante la jornada, de la mañana a la noche?»: el Angelus, el Santo Rosario, las
tres Avemarías de la noche...


III. Dichoso el vientre de María, la Virgen, que llevó al Hijo del eterno Padre.

La Asunción de María es un precioso anticipo de nuestra resurrección y se funda en la resurrección de
Cristo, que reformará nuestro cuerpo corruptible conformándolo a su cuerpo glorioso. Por eso nos recuerda
también San Pablo en la Segunda lectura de la Misa: si la muerte llegó por un hombre (por el pecado de
Adán), también por un hombre, Cristo, ha venido la resurrección. Por Él, todos volverán a la vida, pero cada
uno a su tiempo: primero Cristo como primicia; después, cuando Él vuelva, todos los cristianos; después los
últimos, cuando Cristo devuelva a Dios Padre su reino... Esa venida de Cristo, de la que habla el Apóstol,
«¿no debía acaso cumplirse, en este único caso (el de la Virgen) de modo excepcional, por decirlo así,
"inmediatamente", es decir, en el momento de la conclusión de la vida terrestre? (...). De ahí que ese final de
la vida que para todos los hombres es la muerte, en el caso de María la Tradición lo llama más bien
dormición.

»Assumpta est Maria in caelum, gaudent Angeli! Et gaudet Ecclesia! Para nosotros, la solemnidad de hoy
es como una continuación de la Pascua, de la Resurrección y de la Ascensión del Señor. Y es, al mismo
tiempo, el signo y la fuente de la esperanza de la vida eterna y de la futura resurrección».

La Solemnidad de hoy nos llena de confianza en nuestras peticiones. «Subió al Cielo nuestra Abogada,
para que, como Madre del Juez y Madre de Misericordia, tratara los negocios de nuestra salvación». Ella
alienta continuamente nuestra esperanza. «Somos aún peregrinos, pero Nuestra Madre nos ha precedido y
nos señala ya el término del sendero: nos repite que es posible llegar y que, si somos fieles, llegaremos.
Porque la Santísima Virgen no sólo es nuestro ejemplo: es auxilio de los cristianos. Y ante nuestra petición -
Monstra te esse Matrem (Himno litúrgico Ave maris stella)-, no sabe ni quiere negarse a cuidar de sus hijos
con solicitud maternal (...).

»Cor Mariae Dulcissimum, iter para tutum; Corazón dulcísimo de María, da fuerza y seguridad a nuestro
camino en la tierra: sé tú misma nuestro camino, porque tú conoces la senda y el atajo cierto que llevan, por
tu amor, al amor de Jesucristo».