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Catequesis de Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
Dando un nuevo paso en esta especie de galería de retratos de los primeros testigos de la fe cristiana, que
comenzamos hace unas semanas, hoy tomamos en consideración a una pareja de esposos. Se trata de los
cónyuges Priscila y Aquila, que se encuentran en la órbita de los numerosos colaboradores que gravitaban en
torno al apóstol san Pablo, a quienes ya aludí brevemente el miércoles pasado. De acuerdo con las noticias
que tenemos, esta pareja de esposos desempeñó un papel muy activo en el tiempo pospascual de los orígenes
de la Iglesia.
Los nombres de Aquila y Priscila son latinos, pero tanto el hombre como la mujer eran de origen judío.
Sin embargo, al menos Aquila procedía geográficamente de la diáspora de Anatolia del norte, que da al mar
Negro, en la actual Turquía; mientras que Priscila, cuyo nombre se utiliza a veces abreviado en Prisca, era
probablemente una judía procedente de Roma (cf. Hch 18, 2).
En cualquier caso, habían llegado desde Roma a Corinto, donde san Pablo se encontró con ellos al inicio
de los años cincuenta; allí se unió a ellos, dado que, como narra san Lucas, ejercían el mismo oficio de
fabricantes de tiendas para uso doméstico; incluso fue acogido en su casa (cf. Hch 18, 3).
El motivo de su traslado a Corinto fue la decisión del emperador Claudio de expulsar de Roma a los judíos
que residían en la urbe. El historiador romano Suetonio, refiriéndose a este acontecimiento, nos dice que
expulsó a los judíos porque “provocaban tumultos a causa de un cierto Cresto” (cf. Vidas de los doce
Césares, Claudio, 25). Se ve que no conocía bien el nombre –en vez de Cristo escribe “Cresto”– y sólo tenía
una idea muy confusa de lo que había sucedido.
En cualquier caso, había discordias dentro de la comunidad judía en torno a la cuestión de si Jesús era el
Cristo. Y para el emperador estos problemas eran motivo suficiente para expulsar simplemente a todos los
judíos de Roma. De ahí se deduce que estos dos esposos ya habían abrazado la fe cristiana en Roma, en los
años cuarenta, y que ahora habían encontrado en san Pablo a alguien que no sólo compartía con ellos esta fe
–que Jesús es el Cristo–, sino que además era apóstol, llamado personalmente por el Señor resucitado. Por
tanto, el primer encuentro tiene lugar en Corinto, donde lo acogen en su casa y trabajan juntos en la
fabricación de tiendas.
En un segundo momento, se trasladaron a Asia Menor, a Éfeso. Allí desempeñaron un papel decisivo para
completar la formación cristiana del judío alejandrino Apolo, de quien hablamos el miércoles pasado. Dado
que este sólo conocía someramente la fe cristiana, “al oírle Aquila y Priscila, lo tomaron consigo y le
expusieron más exactamente el camino de Dios” (Hch 18, 26). Cuando en Éfeso el apóstol san Pablo escribe
su primera carta a los Corintios, además de sus saludos personales, envía explícitamente también los de
“Aquila y Prisca, junto con la iglesia que se reúne en su casa” (1 Co 16, 19).
Así conocemos el papel importantísimo que desempeñó esta pareja de esposos en el ámbito de la Iglesia
primitiva: acogían en su propia casa al grupo de los cristianos del lugar, cuando se reunían para escuchar la
palabra de Dios y para celebrar la Eucaristía. Ese tipo de reunión es precisamente la que en griego se llama
ekklesìa –en latín “ecclesia”, en italiano “chiesa”, en español “iglesia”–, que quiere decir convocación,
asamblea, reunión.
Así pues, en la casa de Aquila y Priscila se reúne la Iglesia, la convocación de Cristo, que celebra allí los
sagrados misterios. De este modo, podemos ver cómo nace la realidad de la Iglesia en las casas de los
creyentes. De hecho, hasta el siglo III los cristianos no tenían lugares propios de culto: estos fueron, en un
primer momento, las sinagogas judías, hasta que se deshizo la originaria simbiosis entre Antiguo y Nuevo
Testamento, y la Iglesia de la gentilidad se vio obligada a darse una identidad propia, siempre profundamente
arraigada en el Antiguo Testamento. Luego, tras esa “ruptura”, los cristianos se reúnen en las casas, que así
se convierten en “Iglesia”. Y por último, en el siglo III, surgen los auténticos edificios del culto cristiano.
Pero aquí, en la primera mitad del siglo I, y en el siglo II, las casas de los cristianos se transforman en
auténtica “iglesia”. Como he dicho, juntos leen las sagradas Escrituras y se celebra la Eucaristía. Es lo que
sucedía, por ejemplo, en Corinto, donde san Pablo menciona a un cierto “Gayo, que me hospeda a mí y a
toda la comunidad” (Rm 16, 23), o en Laodicea, donde la comunidad se reunía en la casa de una cierta
Ninfas (cf. Col 4, 15), o en Colosas, donde la reunión tenía lugar en la casa de un tal Arquipo (cf. Flm 2).
Al regresar posteriormente a Roma, Aquila y Priscila siguieron desempeñando esta función
importantísima también en la capital del imperio. En efecto, san Pablo, en su carta a los Romanos, les envía
este saludo particular: “Saludad a Prisca y Aquila, colaboradores míos en Cristo Jesús. Ellos expusieron su
cabeza para salvarme. Y no sólo les estoy agradecido yo, sino también todas las Iglesias de la gentilidad;
saludad también a la Iglesia que se reúne en su casa” (Rm 16, 3-5).
¡Qué extraordinario elogio de esos dos cónyuges encierran esas palabras! Lo hace nada más y nada menos
que el apóstol san Pablo, el cual define explícitamente a los dos como verdaderos e importantes
colaboradores de su apostolado. La alusión al hecho de que habían arriesgado la vida por él se refiere
probablemente a intervenciones en favor de él durante alguno de sus encarcelamientos, quizá en la misma
Éfeso (cf. Hch 19, 23; 1 Co 15, 32; 2 Co 1, 8-9). Y el hecho de que san Pablo, además de su gratitud personal
manifieste la gratitud de todas las Iglesias de la gentilidad, aunque la expresión pueda parecer una hipérbole,
da a entender cuán amplio era su radio de acción o por lo menos su influjo en beneficio del Evangelio.
La tradición hagiográfica posterior dio una importancia muy particular a Priscila, aunque queda el
problema de una identificación suya con otra Priscila mártir. En todo caso, en Roma tenemos una iglesia
dedicada a santa Prisca, en el Aventino, y también las catacumbas de Priscila, en la vía Salaria. De este
modo, se perpetúa el recuerdo de una mujer que fue seguramente una persona activa y de gran valor en la
historia del cristianismo romano. Ciertamente, a la gratitud de esas primeras Iglesias, de la que habla san
Pablo, se debe unir también la nuestra, pues gracias a la fe y al compromiso apostólico de fieles laicos, de
familias, de esposos como Priscila y Aquila, el cristianismo ha llegado a nuestra generación. No sólo pudo
crecer gracias a los Apóstoles que lo anunciaban. Para arraigar en la tierra del pueblo, para desarrollarse
ampliamente, era necesario el compromiso de estas familias, de estos esposos, de estas comunidades
cristianas, de fieles laicos que ofrecieron el “humus” al crecimiento de la fe. Y sólo así crece siempre la
Iglesia.
Esta pareja demuestra, en particular, la importancia de la acción de los esposos cristianos. Cuando están
sostenidos por la fe y por una intensa espiritualidad, su compromiso valiente por la Iglesia y en la Iglesia
resulta natural. La comunión diaria de su vida se prolonga y en cierto sentido se sublima al asumir una
responsabilidad común en favor del Cuerpo místico de Cristo, aunque sólo sea de una pequeña parte de este.
Así sucedió en la primera generación y así seguirá sucediendo.
De su ejemplo podemos sacar otra lección importante: toda casa puede transformarse en una pequeña
iglesia. No sólo en el sentido de que en ella tiene que reinar el típico amor cristiano, hecho de altruismo y
atención recíproca, sino más aún en el sentido de que toda la vida familiar, en virtud de la fe, está llamada a
girar en torno al único señorío de Jesucristo. Por eso, en la carta a los Efesios, san Pablo compara la relación
matrimonial con la comunión esponsal que existe entre Cristo y la Iglesia (cf. Ef 5, 25-33). Más aún,
podríamos decir que el Apóstol indirectamente configura la vida de la Iglesia con la de la familia. Y la
Iglesia, en realidad, es la familia de Dios. Por eso, honramos a Aquila y Priscila como modelos de una vida
conyugal responsablemente comprometida al servicio de toda la comunidad cristiana. Y vemos en ellos el
modelo de la Iglesia, familia de Dios para todos los tiempos.