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28 julio 2024

Santa Catalina Thomas († 1574)

Nace en Valldemosa. En 1531, según unos historiadores. O en 1533, según otros. Hija de Jaime Thomás y
Marquesina Gallard. Y desde su niñez, la leyenda dorada que acompaña piadosamente a los santos con
milagros candorosos y prodigios extraños.

Las biografías de Catalina Thomás recogen un sinfín de estos datos que muestran que la Santa tuvo, ya en
vida, una admiración popular fervorosa: mientras recoge espigas, Catalina recibe la visión de Jesús
crucificado. Otra vez, huyendo de una fiesta popular que no le gustaba, es Nuestra Señora misma quien baja
a decirla que está escogida por su Hijo. Hasta prodigios candorosos: una vez, llorando arrepentida por haber
deseado unos vestidos como los de su hermana, dice la tradición que Santa Práxedes y Santa Catalina mártir
—que será siempre fiel protectora suya— bajan del cielo para consolarla.

Catalina va a conocer una gran amargura muy joven. A los tres años murió su padre. Ella se puso a rogar
por su alma y un ángel vino a decirle que estuviese contenta, porque su padre estaba en la gloria de Dios.
Cuatro años más tarde, tenía siete la chiquilla, se le aparece su madre:

"Hija mía, acabo de expirar en este mismo momento. Estoy esperando tus oraciones para entrar en la
gloria." Y tres horas más tarde, Catalina recibía el consuelo de que su madre estaba en el cielo. Huérfana,
Catalina fue recogida por unos tíos suyos, quienes la llevaron al predio "Son Gallart". Durante once años,
Catalina vivió en aquella finca, a seis o siete kilómetros de Valldemosa. Es éste un momento duro para
Catalina, pues la ausencia de Valldemosa significa dificultad para ir al templo, para oír misa y para las
prácticas religiosas en la casa de Dios. Los domingos, al fin, podía asistir a misa en el oratorio de la Trinidad.
Es aquella zona donde los eremitas buscaban la paz de Dios frente a la paz de aquel mar inolvidable; frente a
esos crepúsculos de Mallorca en los que el sol parece incendiar finalmente las aguas, teñirlas de rojo o,
cuando está en lo alto, revela desde la cornisa valldemosina, el fondo limpísimo del mar.

Pero Catalina no tenía mucho tiempo para la contemplación poética. Una finca como "Son Gallart" exige
mucho trabajo. Hay en ella muchos peones, y ganado, y faenas de labranza que realizar. Catalina es una
muchacha activa. Ya es la criadita. Va a donde trabajan unos peones a llevarles la comida de mediodía,
trabaja en la casa, fregando, cosiendo, barriendo; guarda algún rebaño cuando lo manda tío Bartolomé. Y
tiene siempre buen semblante, sonrisa a punto, corazón abierto. A pesar de esa misteriosa lejanía que la tiene
todo el día y toda la noche como ausente de este mundo. Porque allá en el campo, mientras las ovejas o las
cabras mordisquean la hierba, Catalina se pone de rodillas y asiste milagrosamente a la misa de los cartujos
de Valldemosa. Otra vez se pierde al regreso de un recado, en el campo, y Santa Catalina mártir acude a ella,
seca sus lágrimas y la lleva de la mano hasta cerca de Son Gallart.

Aparece entonces en la vida de Catalina un personaje importante y muy decisivo. Uno de aquellos
ermitaños, el venerable padre Castañeda. Es un hombre que ha abandonado el mundo buscando la total
entrega de su alma al Señor. Vive en las colinas y de limosna. Un día pasa por el predio a pedir y Catalina le
conoce. Surge entre ambos una corriente de simpatía y de afecto. Recomendada más tarde por Ana Más,
Catalina va a visitar al padre Castañeda al oratorio de la Trinidad. Catalina se le confía: ella quiere ser
religiosa. A la segunda entrevista, el padre Castañeda está convencido. La dirección espiritual del religioso
hará todavía un gran bien a la muchacha. Pero entonces empieza un largo episodio: el de las dificultades.

Los tíos, al saber la vocación de su sobrina, se oponen decididamente. Por aquellas fechas, una muchacha
valldemosina, que había ingresado en un convento de Palma, se sale, reconociéndose sin verdadera vocación.
Es, pues, mal momento político para que nadie ayude a Catalina. Por otra parte, Catalina era una muchacha
guapa y muy atractiva. Es natural que muchos jóvenes de los alrededores se fijaran en ella con el deseo de
entablar relaciones y casarse. Catalina espera pacientemente. Y otra dificultad llega. El padre Castañeda
decide marcharse de Mallorca.

Catalina se despide de él con una sonrisa misteriosa. No, el padre se irá, pero volverá, porque Dios quiere
que él sea su apoyo para entrar en el convento. Efectivamente, el barco que llevaba al religioso sale de Sóller
con una fuerte tormenta que le impide llegar a Barcelona. Y regresa de nuevo a Valldemosa. El religioso ve
que la profecía de la muchacha se ha cumplido y decide ayudarla plenamente. Va a hablar con los tíos y los
convence. Catalina se marcha a Palma, para ir realizando las gestiones previas a su ingreso en un convento.
Y, en tanto, se coloca como sirvienta en la casa de don Mateo Zaforteza Tagamanent y, en concreto, al
servicio de una hija de este señor llamada Isabel. Las dos muchachas se cobran un fuerte cariño. Isabel la
enseña a leer, escribir, bordar y otros trabajos. Catalina da más; Catalina habla de Dios, permanentemente, a
Isabel. Y lleva una vida tan heroica, tan mortificada, que cae enferma. Los señores y sus hijos se turnan
celosamente junto al lecho de la criada. Como si la criada fuese ahora la señora y ellos los honrados en
servirla.

Y llega el momento de intentar, ya en serio, el ingreso en alguno de los conventos de Palma. El padre
Castañeda los recorre, uno tras otro. Hay un grave inconveniente: Catalina carece de dote. Es totalmente
pobre. Pero estos conventos son también necesitados. No pueden acoger a una aspirante que no traiga alguna
ayuda... Convento de Santa Magdalena, de San Jerónimo, de Santa Margarita... Las noticias que el padre va
llevando a Catalina son descorazonadoras. Catalina se refugia en la oración. Y reza tan intensamente que,
cuando ya todo aparece perdido, los tres conventos a la vez, interesados por la descripción que de la joven
les ha hecho el religioso, deciden pasar por alto el requisito de la dote. Y los tres conventos están dispuestos
a admitir a Catalina Thomás.

A los dos meses y doce días de su ingreso, Catalina toma el velo blanco. Media ciudad de Palma, con su
nobleza al frente, acude al acto, pues tanta es ya la fama de la muchacha. Enero de 1553.

Los años que vive Catalina en el convento palmesano serán casi ocultos. Pero como es tan difícil que la
santidad pueda estar bajo el celemín, toda la ciudad acude a verla, a consultarle sus problemas, a
encomendarse a sus oraciones, a pedirle consejo... Ella se resiste a salir al locutorio, se negaba a recibir
regalos y cuando tenía que recibirlos, los daba a las demás monjas. Practicaba la pobreza, la obediencia, la
castidad, siempre en grado heroico. La prelada decidió un día someterla a una prueba bien dura. En pleno
verano, le ordenó que se saliese al patio y estuviera bajo el sol hasta nueva orden. Catalina no dice una sola
palabra: va al lugar indicado y permanece allí varias horas, hasta que la superiora, admirada de su fortaleza,
la manda llamar.

Catalina crece en amor y sabiduría. Sus éxtasis son cada vez más frecuentes e intensos. Algunos duran
hasta días. En su celda se conserva aún la piedra sobre la que se arrodillaba y que muestra las hendiduras
practicadas por tantísimas horas de oración en hinojos. Aunque ella procuraba ocultar, por humildad, estos
regalos de Dios, era natural que sus hermanas se enterasen. Y la fama crecía.

Un día, Catalina recibe el aviso de Dios. Diez años antes de su muerte, supo cuándo sería llamada por el
Señor. Y estuvo esperando ansiosamente este momento. La Dominica de Pasión de 1574, el 28 de marzo,
Catalina entró en el locutorio donde estaba una hermana suya con una visita. Iba a despedirse —dijo—, pues
se marchaba al cielo. Y efectivamente, al día siguiente, después de comulgar en éxtasis, mandó llamar al
sacerdote porque se sentía morir. Los médicos dijeron que no la encontraban grave, pero el sacerdote acudió
y apenas recibidos los sacramentos, mientras la superiora rezaba con ella las oraciones, tras haber pedido
perdón a la madre y a las hermanas, cayó en un éxtasis al final del cual entregó su alma a Dios.

Lo demás, vendría por sus pies contados. El proceso de beatificación, la beatificación, el proceso
siguiente y por fin la gloria de los altares. Con una particularidad. El fervor popular por Santa Catalina
Thomás iría creciendo y manteniéndose de tal modo que, aunque ella murió en 1574, la beatificación se dicta
—por Pío VI— en 1792 y la canonización —por Pío XI— en 1930. El cuerpo de Catalina Thomás se ha
conservado incorrupto.

La vida de esta muchacha mallorquina es, ya lo decimos, un distinto camino de la santidad, Una santidad
vivida con impresionante sencillez, con rotunda eficacia. Una santidad hecha de la elevación de la virtud al
grado heroico. Y, al mismo tiempo, una santidad popular. En el alma de Mallorca sigue bien recio el amor
por su santita criada, su santita pastora, su santita monja. Aunque el turismo no muestre su itinerario, está en
el corazón de los mallorquines.

José María Pérez Lozano.