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Nada sabemos de sus nombres, salvo que los apóstoles Pedro y Pablo encabezaron este ejército de los
primeros mártires romanos, víctimas en el año 64 de la persecución de Nerón tras el incendio de Roma. A
veces me he preguntado si estaría entre ellos una ilustre dama romana, Pomponia Graecina, esposa de Aulo
Plaucio, gobernador de Britania. Antiguas leyendas incluso hacen de Pomponia una princesa britana y la
relacionan con los orígenes del cristianismo en las Islas Británicas. Pero no parece probable que aquella
mujer se contara entre los mártires de la primera persecución contra los cristianos. Sin embargo, hay indicios
escritos y arqueológicos que permiten asegurar que hacia el año 57 ó 58, Pomponia dio también testimonio,
aunque incruento, de su fe cristiana. Los Anales de Tácito (XIII, 32) aseguran que fue acusada de
“superstición extranjera”, algo que podría hacer referencia a su condición de cristiana. Se constituyó un
tribunal doméstico, presidido por su marido, y que finalmente proclamó la inocencia de la esposa, tras una
indagación sobre su vida y su fama. Con todo, Tácito atribuye a Pomponia el carácter de “una persona
afligida”, alguien que durante cuarenta años llevó luto por el asesinato de Julia, una víctima más entre los
miembros de una familia imperial, diezmada por las ejecuciones o envenenamientos que el círculo del poder
disponía de forma arbitraria. Acaso esa aflicción no procediera de una mera tristeza humana sino del deseo
de mantenerse al margen de una sociedad marcada por el crimen y la corrupción. Quizás la tristeza que
Tácito ve en Pomponia no fuera tal sino un aire de seriedad, una expresión de desaprobación por un
ambiente en el que no se respira a gusto, pero en el que hay que estar necesariamente en función de las
obligaciones familiares y sociales. Habría que pensar que Pomponia no borraría por completo su afabilidad
femenina y su “saber estar”, pese a algunas apariencias externas. En el cristiano no puede caber la tristeza.
Las únicas lágrimas que puede derramar son las del amor, como las que derramó Cristo a la vista de
Jerusalén. Pero cuando alrededor de alguien, se extienden las risas maliciosas, las alusiones de dudoso gusto
y, en general, todas las dimensiones de las lenguas desatadas, es comprensible que pueda adoptar una
expresión de seriedad. Sea como fuere, Pomponia padeció en su fama y en su ánimo por seguir a Cristo.
Como en todas las épocas, los cristianos que están en el mundo, pero no son del mundo, son señalados con el
dedo, tachados de locos o etiquetados con calumnias.
Pomponia Graecina es también un personaje secundario de la célebre novela Quo Vadis de Henryk
Sienckewicz. La matrona romana acoge en su casa y educa en la fe cristiana a Ligia, la hija del rey de los
ligios reducida a la esclavitud. El novelista polaco presenta a Pomponia como un modelo de virtud femenina
en una sociedad corrompida. En las páginas de su obra se trasluce que ha leído a Tácito, sobre todo cuando
describe la persecución neroniana, cuando “se empezó a detener abiertamente a los que confesaban su fe”
(Anales XV, 44). Tácito no expresa la menor simpatía por los cristianos, tal y como demuestran los
calificativos que aparecen en el muchas veces citado pasaje: “ignominias”, “execrable superstición”,
“atrocidades y vergüenzas”, “odio al género humano”, “culpables”, “merecedores del máximo castigo”... Lo
de menos es que fuera verdad o mentira que los cristianos hubieran incendiado Roma, el odio se había
desatado y todos tenían que morir. Poco más de treinta años después de la crucifixión de Cristo, se cumplía
el pronóstico del Maestro de que sus seguidores serían también perseguidos y de que serían odiados por su
causa. Tácito especifica claramente los géneros de muerte que se aplicaron a los cristianos: “A su suplicio se
unió el escarnio, de manera que perecían desgarrados por los perros tras haberlos hecho cubrirse con pieles
de fieras, o bien clavados en cruces, al caer el día, eran quemados de manera que sirvieran como iluminación
durante la noche”.
Juan Pablo II reflexionó sobre aquellos primeros mártires de la Iglesia romana con motivo del preestreno
de un film polaco, que pudo ver en la tarde del 30 de agosto de 2001. Se trataba de la quinta versión
cinematográfica de Quo Vadis, adaptado y dirigido por Jerzy Kawalerowicz, uno de los más importantes
directores de la cinematografía polaca desde la década de 1960. Me sorprendió que Kawalerowicz dirigiera
esta película, dados sus antecedentes: realizó Madre Juana de los Ángeles, escandalosa crónica de un
supuesto caso de posesión demoníaca en un convento francés del siglo XVII, y también fue autor de Faraón,
una superproducción en la que presentaba a un desconocido faraón, Ramsés XIII, como un gobernante
manipulado por los sacerdotes de Amón. Detrás de esta historia algunos críticos veían una referencia a la
Iglesia católica en sus relaciones con el Estado polaco. Pero en Polonia han cambiado muchas cosas. El hoy
octogenario Kawalerowicz se hacía, con ocasión del lanzamiento de su película, esta pregunta: Quo vadis,
homo?, ¿Hacia dónde va el hombre contemporáneo? Tras la proyección de Quo Vadis, el Papa matizaba la
misma pregunta: “¿Vas al encuentro de Cristo o sigues otros caminos que te llevan lejos de él y de ti
mismo?”. El recuerdo de los primeros mártires romanos era para Juan Pablo II mucho más que un dato
histórico. De allí surge una reflexión enteramente actual, una llamada para los cristianos de hoy de tiempos
futuros: “Es necesario recordar el drama que experimentaron en su alma, en el que se confrontaron el temor
humano y la valentía sobrehumana, el deseo de vivir y la voluntad de ser fieles hasta la muerte, el sentido de
la soledad ante el odio inmutable y, al mismo tiempo, la experiencia de la fuerza que proviene de la cercana e
invisible presencia de Dios y de la fe común de la Iglesia naciente. Es preciso recordar aquel drama para que
surja la pregunta: ¿algo de ese drama se verifica en mí?”. Estas palabras del Papa nos recuerdan que, tarde o
temprano, los cristianos son llamados a ser mártires, es decir testigos. Pocos serán los que derramarán su
sangre, al menos en los países del mundo desarrollado. La mayoría experimentarán, en cambio, la
incomprensión, el ridículo o el odio. Tendrán que pedirle a Cristo la fortaleza suficiente para no negarle
delante de los hombres.