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Pérez de Urbel, Año cristiano
Bien conocida es la historia: Enrique VIII de Inglaterra tuvo escrúpulos por su matrimonio con Catalina de
Aragón, que había estado antes desposada con su hermano Arturo, y entabló en Roma aquel famoso proceso
encaminado a conseguir el divorcio. Roma contestó defendiendo los derechos inviolables de la ley
evangélica, y fue entonces cuando Enrique, herido en su orgullo, desligó a su reino de toda obediencia con
respecto a la Santa Sede y se proclamó papa de la Iglesia de Inglaterra. Muchos de sus servidores sintieron
lástima ante las hondas torturas de la conciencia real; otros, los más, descubrieron la hipócrita marrullería,
adivinando detrás las maquinaciones de una mujer bella, fría, calculadora y profundamente ambiciosa, Ana
Bolena; mas juzgaron de mucha utilidad hacer la rueda al pavo rey; pero hubo algunos que tuvieron valor
para no aplaudir ante aquella comedia y para defender los derechos del Vicario de Cristo. Uno de ellos fue
Tomás Moro.
De dignidad en dignidad, Moro había llegado a ocupar el puesto de gran canciller y guardasellos del reino.
El favor de los grandes de la tierra le había asustado siempre. Ni la adulación ni el ansia de medro pudieron
doblegar nunca su voluntad. Un día el cardenal Wolsey, que le había nombrado presidente de la Cámara de
los Comunes, le llamó necio y torpe, porque se oponía a un proyecto en el que tenía ya el voto favorable de
todos sus camaradas. Gracias a Dios—contestó él—que el rey no tiene más que un tonto en su Consejo!” Y
en otra ocasión decía a su yerno, porque le felicitaba de haberle visto paseando junto al río con el soberano:
“¡Ah, hijo Roper!, debo decirte que no tengo de qué envanecerme; porque si mi cabeza pudiera ganarle al rey
un castillo en Francia, no vacilaría en sacrificarla.” Nombrado canciller, Moro prestó su juramentó de
costumbre el 2 de octubre de 1529, en el gran hall de Westminster. El duque de Norfolk pronunció el
discurso acostumbrado, ponderando la admirable sagacidad del elegido, su integridad, su inocencia y aquella
placentera facilidad de ingenio, bien conocida de todos los ingleses: “Su Majestad ha conocido que no hay en
el reino un hombre más sabio en su deliberar, más sincero en comunicarle su pensamiento, ni más elocuente
en expresar su decir.” Por una vez al menos, las fórmulas oficiales decían la verdad.
Un día, paseando con su amigo por la galería de Hampton Court, Enrique le reveló sus inquietudes
interiores. La mirada perspicaz del abogado debió de adivinar la verdad al través de las mentidas razones,
pero el protocolo le obligaba a callar. No sería él quien repetiría aquella palabras del cardenal Wolsey al caer
en desgracia: “Si hubiera servido a Dios como he servido al rey, no estaría ahora donde estoy.” La tempestad
se acercaba, y, queriendo prevenirla, Tomás Moro presentó su renuncia y entregó el sello. La manera con que
se lo anunció a su mujer, nos revela su carácter. Todos los días festivos uno de sus servidores iba a la iglesia
de Chelsea y, terminada la misa, anunciaba a mistress Moro la salida del canciller con estas palabras:
“Milord se ha ido.” Aquella mañana Moro fue en persona en busca de su esposa, y, abriendo la puerta, le
dijo: “Señora, Mi- lord el canciller se ha ido.” Entonces empieza la pobreza a ensombrecer sus días; estaba
arruinado, pero tenía pura el alma y limpia la honra. No había hablado; pero aquel silencio, en medio de la
adulación general, fue tan elocuente como el anatema del Bautista. Ana Bolena, que derribaba cardenales de
un abanicazo, sintió el escozor de la bofetada y por su mente pasó el recuerdo de Herodías. El día de la
coronación de la nueva reina, Tomás Moro vio llegar a su casa un paje que le traía de parte del rey veinte
libras para que se comprara un traje a fin de asistir decentemente a la ceremonia. Moro se negó a aceptarlas.
Poco después, una visita menos agradable. Cuatro miembros del Consejo, cuatro voluntades de seda en las
manos reales, venían a aconsejarle y a explorarle.
Salió al fin aquella acta de marzo del año 1534 por la cual se confirmaba el matrimonio del rey con Ana
Bolena y se rechazaba la autoridad del papa. Todo inglés debía jurar conformidad y obediencia, bajo las más
severas penas; y Moro fue llamado a presentarse delante del comité. Era el día 14 de abril. Como siempre
que iba a emprender un negocio importante, sir Tomás se dirige muy de mañana a la iglesita contigua a su
casa para oír misa y comulgar. Después se despide de los suyos desde el portón del jardín, y “con el corazón
entristecido” sube a la barca, seguido de Roper. Va preocupado y caviloso, pero después de un rato rompe el
silencio y dice a Roper: “Doy gracias al Señor porque la batalla está ganada.” Llegado ante los
comisionados, Moro tiene un gesto de humilde grandeza muy propio de su temperamento: “Después de
haber leído el Acta, declara que no es su propósito señalar ninguna falta en ella ni en aquellos que prestan su
juramento, ni condenar la conciencia de ningún otro hombre, pero que su conciencia no le permite prestar el
juramento.”
Tres días más tarde, la Puerta de los Traidores se cerraba detrás de aquel que había sido Lord Canciller del
reino. Allí, bajo las ceñudas bóvedas de la Torre de Londres, se encontró con un anciano que tenía la aureola
de una vida sin tacha: Juan Fisher, el santo obispo de Rochester, antiguo preceptor del rey, confesor de su
madre, Margarita, canciller de la Universidad de Cambridge, sin igual en Inglaterra por su santidad, por su
doctrina, por su vigilancia pastoral. Al aparecer la Cautividad de Babilonia, de Lutero, había respondido con
la Defensa de los siete Sacramentos, libro en que puso toda la madurez de un maestro y toda la elegancia de
un humanista. Refutó luego las calumnias de Velenus, un corifeo de los innovadores; defendió la Eucaristía
contra Ecolampadio; deshizo los sofismas de Lutero contra el sacerdocio; comentó las Sagradas Escrituras y
publicó diversos tratados ascéticos.
Al estallar el cisma, una monja de Kent, Isabel Bartón, fue enviada al suplicio porque se permitió hacer
públicos algunos vaticinios de carácter político, que hicieron mucho ruido en toda Inglaterra. Se acusó a
Fisher de estar complicado en aquella cuestión, porque se negó a lanzar el anatema sobre aquella santa
mujer; y fue encarcelado. Quince meses de prisión durísima, sin un libro, sin el alimento indispensable, en
una mazmorra húmeda y maloliente. Para premiar el valor del heroico prelado, Paulo Eli le elevó a la
dignidad cardenalicia, con la esperanza de que el rey le trataría con más consideración; pero al recibir la
noticia, Enrique contestó con esta burla: “Bien puede Su Santidad enviar capelos a quien quiera, que yo haré
que no haya cabezas donde colocarlos.” Se hicieron luego esfuerzos inauditos para arrancar a Fisher el
juramento de supremacía espiritual; pero ni las promesas, ni las amenazas, ni las privaciones, ni los
sufrimientos pudieron hacer flaquear a aquel anciano de ochenta años. Sentenciado a muerte, el animoso
prelado salió de la prisión radiante de alegría. “Vamos, pies míos —dijo arrojando el bastón que sostenía su
vejez—, haced vuestro oficio; ya me queda poco que andar.” Iba vestido con sus mejores galas, leyendo el
Nuevo Testamento y exhortando a la multitud. Sus últimas palabras fueron éstas: “Muero por vuestra santa
fe; rezad por mí. Señor, acoged mi alma; salvad al rey y al pueblo.” Después se arrodilló, comenzó el Te
Deum y entregó al hacha su cabeza.
Sucedió esto el 22 de junio del año 1534. Moro, desde la ventanilla de la Torre, vio pasar a su amigo, pero
aquel espectáculo, lejos de inducirle a ceder, como habían creído sus jueces, le preparó para el combate
definitivo. Poco después llegó a la puerta de la cárcel un hombre que no podía traerle nada bueno, el
arzobispo Crammer. Un esfuerzo más para conseguir del preso el juramento deseado:
—Ese juramento violentaría mis íntimas convicciones—dijo Tomás Moro.
—Pero tu negativa—repuso Crammer—sería una condenación de los que lo han prestado.
—Yo no condeno a nadie—respondió el anciano—, porque no conozco las razones que han tenido; pero
me condenaría a mí mismo, porque sé que obraría contra mi conciencia.
—Pero debes convencerte de que tu conciencia es errónea teniendo en contra todo el Consejo de Estado de
la nación—dijo, implorando, el arzobispo.
—Me convencería—concluyó Moro—si no tuviese de mi parte un consejo mejor todavía: el consejo de
toda la cristiandad.
Rehusar era morir, y Tomás Moro aceptó tranquilamente su destino. Ana le observaba desde las alturas de
su triunfo. Dios le reservaba aún pruebas mayores.
Un día su carcelero le entregó una carta. La abrió...: estaba empapada de lágrimas; sus letras abrasaban,
porque por ellas corrían todas las llamas del amor de una hija. Margarita, con acentos desgarradores,
conjuraba a su padre que pronunciase el juramento salvador. “Entonces el rey no nos mirará con ira y tú no
habrás sido traidor a nuestra santa ley, porque ese juramento admite un sentido bueno.” “Oh hija mía —
contestaba el padre—, el temor de morir no me aflige; pero tus lágrimas, que yo he sentido todavía húmedas,
pero tu súplica, tu esperanza, tu dolor... Margarita, mi querida hija, no puedo; mi convicción es
inquebrantable; no puedo, no quiero faltar a mi deber. No tengo miedo a la muerte; pero el pensar que tu
madre, tus hermanos, que tú, Margarita mía, habéis de sufrir por mí, me espanta... ¡Oh, que Dios os proteja y
que Él me bendiga!”
La hija no se dio por vencida. Poco después anunciaba a su padre, sin poder dominar su alegría, que el
obispo de Rochester había suscrito la fórmula del Estatuto. “Hija mía—contestaba Moro—, pobre inocente,
tú no conoces la perversidad de los hombres. Te han engañado. Fisher, mi amigo, no ha cometido esa bajeza.
Pero, aunque él la hubiera cometido, yo no la cometeré.”
Aquella voz no había sido más que una artificiosa calumnia con que el rey quería engañar a su antiguo
ministro. Fisher permaneció constante y fue condenado a muerte.
El primero de julio de 1534 llegó su vez a Tomás Moro. Pronunció su defensa, noble y leal, con una
serenidad admirable; pero su muerte estaba ya decretada. La sentencia decía que, por especial favor, el rey se
contentaba con cortarle la cabeza.
—Que Dios preserve a mis amigos de semejantes favores— dijo el sentenciado.
Bajo la custodia de Eduardo Kingston, que derramaba gruesas lágrimas, anduvo a pie el camino que lleva
desde la Audiencia de Westminster hasta la Torre. Delante de él caminaba el verdugo señalando su rostro
con el filo del hacha. Iba apoyado en su bastón, porque cinco meses de cárcel le habían quitado las fuerzas.
En tan corto tiempo sus cabellos se habían vuelto blancos, tan blancos como la nieve, y bajo la bóveda del
calabozo se había encorvado su cuerpo. Sólo su alma continuaba firme.
Marchaba sosegado y pensativo, cuando, de pronto, junto al río, levanta la cabeza, y en el mismo instante
una mujer se arroja a su cuello; en el aire chocan estas exclamaciones:
—¡ Padre!
—¡Hija mía!
Era Margarita, su muy querida Margarita. Ya no hubo más palabras; fue una conversación de miradas y
sollozos... Ella cayó a sus pies; él la bendijo y siguió caminando. Pero la hija no podía separarse del padre;
iba detrás de él regando con sus lágrimas el largo calvario. Se repetía la escena de la calle de la Amargura.
Delante de la prisión, la pobre Margarita exhalo un grito desesperado y besó por última vez la frente de su
padre... Después giró la puerta de hierro y ya no se volvieron a ver en este mundo.
Pero dos días después, dispuesto ya para el suplicio, pudo encontrar un carbón para escribir estas palabras:
“Adiós, Margarita, yo te bendigo; bendigo a tu esposo y a tu hijo; bendigo a todos mis hijitos y nietecitos y a
todos los amigos que me quedan en este mundo. Sé feliz, muy querida hija mía. Voy a morir fiel a mi Dios y
a mi rey. Que descienda sobre vosotros mi última bendición!”
Al pie del cadalso se detuvo unos instantes para orar; después subió con paso firme, dio una moneda de
oro al verdugo, le abrazó y presentó la cabeza...