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Corría el año 177 de nuestra Era; y con él, a su postrimería, corrían los días de Marco Aurelio, emperador
meditabundo. La inminencia de la celebridad anual que en Lyon, ciudad cabecera de la Galia, situada en la
confluencia del Saona y del Ródano, se solemnizaba todos los años en las calendas del mes sextil (agosto),
reunía en derredor del altar de Roma y de Augusto a los legados de las tres Galias. En esta famosa
conmemoración, las jóvenes y aguerridas cristiandades de Lyon y de Viena del Delfinado sostuvieron una
serie de luchas cruentísimas y triunfales. Lavaron sus estolas en la sangre del Cordero y volaron a los brazos
de Cristo con alas plateadas de paloma. De los episodios de estas luchas nos queda una relación auténtica
pormenorizada, salvada por Eusebio en el libro V de su Historia eclesiástica, que yo —spatiis exclusus
iniquis— me veo forzado a resumir.
Los siervos de Cristo que habitan Viena y Lyon, en la Galia, a sus hermanos del Asia y de la Frigia, que
profesan la misma fe e idénticas esperanzas en la redención que nosotros, paz, gracia y gloria de parte de
Dios Padre y de Cristo Jesús, Nuestro Señor.
... No tenemos palabras con que expresar en este mensaje la intensidad de la opresión y la saña de los
gentiles contra los santos y los tormentos que los bienaventurados mártires soportaron. El Fuerte Armado
descargó en nosotros toda la furia y el poder de su brazo. Se nos echó de nuestras casas, se nos privaron los
baños, el foro y hasta la pública convivencia. Con todo, la gracia de Dios combatió contra ellos; alejó a los
débiles; pero quedaron enhiestos y firmes los sólidos pilares de la fe, que demostraron que las tribulaciones
temporales no merecen consideración ante la perspectiva de la gloria que en nosotros será revelada. La plebe
frenética les infligió toda suerte de sevicias: escarnios, golpes, lapidaciones y cárcel indistinta; mientras no
llegaba el gobernador...
Fueron interrogados por este orden:
Vetio Epagato, el más conspicuo de nuestros hermanos. Había llegado a la plenitud del amor de Dios y
del prójimo, y hervía de Espíritu Santo. Varón representativo en nuestra comunidad, no se avino al
expeditivo procedimiento y reclamó que se le oyera; la plebe aulló; el presidente se limitó a la pregunta
escueta: "¿Eres cristiano?" Su respuesta fue afirmativa y tajante: "Soy cristiano". La pequeña grey fiel le
calificó de paráclito de la cristiandad lionesa.
... En las detenciones en masa de fieles de ambas iglesias, que de día en día y con ritmo creciente íbanse
haciendo, como la cizaña en el trigo, anduvieron mezclados con los santos algunos paganos que estaban al
servicio de los nuestros; los cuales, caídos en la paranza de Satán, declararon que nosotros hacíamos cenas
como las de Tiestes e incestos como los de Edipo. Entonces pareció tener realidad la palabra evangélica: Día
vendrá cuando el que os diere muerte creerá haber rendido culto a Dios.
... Llegó el segundo interrogatorio de mártires, iniciado por Vetio Epagato. Abriólo el diácono de Viena
(del Delfinado), Santo de nombre y de vida; siguió el de Maturo, simple neófito pero invencible púgil;
continuó Atalo, originario de Pérgamo, columna y sostén de la cristiandad lionesa, y Blandina finalmente. En
ella Cristo hizo gallardísimo alarde de que lo que es ruin y rahez, sin atractivo físico, desdeñable a los ojos
de los hombres, se juzgó digno de gloria muy grande ante el acatamiento dé Dios. Todos nosotros
recelábamos, y hasta su propia ama según la carne, que estaba con nosotros, mártires designados, que
Blandina no pudiera dar testimonio de su fe, tanta era la flaqueza de su cuerpo. Para acabar con ella los
verdugos se relevaban; a cada momento parecía que iba a quebrarse el tenue hilo de su vida; mas en la
confesión se rejuvenecía y para ella constituía una insuflación de nueva vida decir: Soy cristiana; y nosotros
no hacemos ningún mal. Y en diciéndolo parecía embellecerse.
Santo, de Viena, se mantuvo firme como un risco marino en medio del oleaje, combatido de sal asidua.
No se dignó decir su nombre, ni el de su nación, ni el de su ciudad, ni su condición de esclavo o libre, ni su
grado eclesiástico. A todas las preguntas capciosas contestaba en latín paladino: Soy cristiano. A las más
delicadas partes de su cuerpo aplicáronsele láminas de bronce al rojo. Santo perseveró inconmovible en su
silencio y en su confesión. La fuente de agua paradisíaca que brotó del costado de Cristo le comunicaba
refrigerio y reciedumbre. También la tortura para él era fuente de juventud.
... En gran ansiedad y congoja teníamos el caso de Biblis, dama conspicua de nuestra cristiandad, que en
el primer asalto de terror había renegado. Creídos estábamos que Satanás la había ya engullido; mas el asalto
segundo la despertó de su ceguera y de su momentánea embriaguez. Aquel dolor pasajero hízola pensar en la
gehena de fuego; y con vehemencia echó en rostro a los calumniadores: ¿Cómo podéis pensar que esta gente
coma carne de niños si les está mandado abstenerse de sangre de animales? Biblis abjuró de su abjuración y
se sumó al grupo de los mártires.
... Satanás inspiró a los verdugos una nueva suerte de martirio exangüe: el encierro colectivo y promiscuo
en noche perpetua de una zahurda más que plutónica, con ambos pies en un cepo, separados el uno del otro
hasta el quinto agujero. En número muy grande, anónimamente, murieron de asfixia en aquellas tinieblas
palpables, irrespirables; y sus almas volaron en canoros bandos, como alondras, al aire vivo del amanecer,
allá, hacia la esfera que huye más del suelo...
... El bienaventurado Potino, a quien el Espíritu confiara el episcopado de Lyon, había ya colmado la
rotación de nueve decenios. Era como un ángel que hubiese envejecido. Apenas respirar podía. Fue sacado
de las tinieblas y arrastrado por la venerable melena al tribunal. El gobernador le preguntó cuál era el Dios de
los cristianos. Respondió: Si tú lo merecieras le conocerías. Atado de manos y pies, porque no huyese,
saturado de oprobios se le volvió a sepultar en la carcenal negrura y en el aire irrespirable. Dos días después,
silenciosamente como un ave cautiva, dio suelta a su acérrimo espíritu aleluyante.
En la tartera confusión de la mazmorra, en desconcertante promiscuidad, andaban mezclados los
creyentes y los renegados a quienes la apostasía de nada les valiera. En este comedio iba a producirse una
poderosa intervención de Dios y una inconmensurable misericordia de Jesús. Quienes tras el primer arresto
habían renegado de su fe compartían los sufrimientos con los que la habían confesado. Aquellos
permanecían detenidos por sospecha de las cenas de Tiestes y de los incestos de Edipo, y su castigo había de
ser más fiero que el de los cristianos partícipes de sus cadenas. Roíales trágicamente la conciencia de su
cobardía, al paso que los cristianos exultaban por la proximidad de su liberación y por beber el cáliz
inebriante del martirio.
... Maturo, Santo, Atalo y Blandina fueron excarcelados; vencedores de la sevicia de los hombres, iban a
encararse con la voracidad de las fieras. Este era el postrer y sensacional programa de los festivales
olímpicos con que las tres Galias solemnizaban las calendas de agosto, en derredor del altar de Día Roma y
de Augusto, en el cerco del anfiteatro.
A Maturo y Santo sólo les faltaba la postrera fase del combate para merecer la corona incorruptible:
sufrieron azotes, zarpazos y dentelladas de bestias, todos los crudelísimos antojos de una multitud delirante.
Ambos se ofrecieron en espectáculo al mundo, a los ángeles y a los hombres. De Santo no se oyeron más
palabras que las de su confesión: Soy cristiano. Maturo soportó toda la variedad de luchas que se veían en los
gladiadores profesionales.
Quedaba Atalo como olvidado. El populacho, que harto bien le conocía, le reclamó a gritos. Se le hizo dar
la vuelta al ruedo, con un letrero infamante: ¡Atalo, cristiano! Enteróse el gobernador de su condición de
ciudadano de Roma. Tuvo escrúpulos el melindroso gobernador; determinó que se le devolviera al báratro
infernal del que se creía ya redimido, mientras consultaba con el emperador qué debía hacerse con ese
delincuente honrado. Esta obligada demora no fue ni inútil ni estéril. En este lapso de tiempo la
inconmensurable misericordia de Cristo tuvo una espléndida manifestación en la misma cárcel. Los vivos
vivificaron a los muertos. Allí estuvo el dedo de Dios. Esta mudanza ocasionó un júbilo inenarrable de
nuestra Madre Virginal. El milagro fue que quienes anteriormente renegaron de Cristo quisieron de nuevo
medirse con el perseguidor; se reanimaron a nueva vida. Dios, que no quiere la muerte del pecador, sino que
se enmiende y viva, les tornó sabroso y fácil el regreso a la casa del Padre de familia.
En el ínterin llegó la orden del César: Decapitación para Atalo, ciudadano romano; para los restantes, la
voracidad de las fieras. Cristo fue magníficamente glorificado por quienes le negaron; y su Iglesia les
incorporó en el ejército de mártires que visten túnicas blancas. Mientras duró el interrogatorio individual
Alejandro, de nación frigio y médico de profesión, avecindado de muchos años en la Galia lionesa, conocido
y amado de todos por su amor a Dios, por su libertad de palabra, copiosamente dotado del carisma
apostólico, de pie cerca del tribunal, exhortaba con señas a los interrogados que proclamasen su fe. Se le
culpó de haber sido él quien promovió aquella retractación colectiva. Se le preguntó que quién era,
respondió: Cristiano. Fue condenado a las bestias.
Dios, que eligió lo más flaco de este mundo para confusión de lo más fuerte, había reservado para la
lucha final a dos seres entecos. Blandina fue sacada al anfiteatro, llevando de la mano a Pontico, mozuelo en
su primer bozo, de quince años escasos. Con refinadísima perversidad todos los días se les había sacado por
que viesen los suplicios de sus hermanos en la fe. La plebe, ebria y sedienta de sangre, no se apiadó de la
niñez del muchacho venerando ni respetó el augusto carácter de la mujer. Ambos recorrieron todo el ciclo de
los tormentos. A Pontico infundíale bríos la muchacha. Pontico le precedió en la muerte y en la liberación.
Libróse, como gamo, del cazador; como pájaro, del lazo del parancero.
Quedaba Blandina, la última de todos, madre virgen y feliz de haber enviado al Rey de los siglos,
inmortal e invisible, a muchos hijos victoriosos. Sobreabundaba de gozo como partícipe en un festín nupcial.
Recorrió toda la cadena de los tormentos ya conocidos y superados. Se la brindó, por fin, a un toro furioso,
que, como arista leve, la proyectaba hacia arriba, como en un ansia de vuelo y de cielo... Fue inmolada por
fin.
Los cadáveres de los mártires de Lyon, durante seis días, quedaron insepultos, en la gran inverecundia de
la muerte, bajo las miradas de Dios y el estupor de los cielos. Incinerados al fin, llevó solemnemente al mar
sus pavesas leves el Ródano sonoroso y raudo, fluviorum rex, majestuoso rey de los ríos de Francia.
LORENZO RIBER