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13 junio 2024

San Antonio de Padua, 1231

Catequesis de Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas,

tras haber presentado, hace dos semanas, la figura de Francisco de Asís, esta mañana quisiera hablar de
otro santo perteneciente a la primera generación de los Frailes Menores: Antonio de Padua o, como también
se le llama, de Lisboa, refiriéndose a su ciudad natal. Se trata de uno de los santos más populares en toda la
Iglesia católica, venerado no solo en Padua, donde se erigió una espléndida Basílica que recoge sus despojos
mortales, sino en todo el mundo. Son queridas a los fieles las imágenes y las estatuas que le representan con
el lirio, símbolo de su pureza, o con el Niño Jesús entre los brazos, en recuerdo de una aparición milagrosa
mencionada por algunas fuentes literarias.

Antonio contribuyó de modo significativo al desarrollo de la espiritualidad franciscana, con sus marcadas
dotes de inteligencia, de equilibrio, de celo apostólico y, principalmente, de fervor místico.

Nació en Lisboa de una familia noble, en torno al 1195, y fue bautizado con el nombre de Fernando. Entró
entre los canónigos que seguían la regla monástica de san Agustín, primero en el monasterio de San Vicente
en Lisboa, y sucesivamente, en el de la Santa Cruz en Coimbra, renombrado centro cultural de Portugal. Se
dedicó con interés y solicitud al estudio de la Biblia y de los Padres de la Iglesia, adquiriendo aquella ciencia
teológica que puso a fructificar en las actividades de la enseñanza y la predicación. En Coimbra tuvo lugar el
episodio que marcó un cambio decisivo en su vida: aquí, en 1220 fueron expuestas las reliquias de los
primeros cinco misioneros franciscanos que se habían dirigido a Marruecos, donde encontraron el martirio.
Su caso hizo nacer en el joven Fernando el deseo de imitarles y de avanzar en el camino de la perfección
cristiana: pidió entonces dejar los canónigos agustinos y convertirse en Fraile Menor. Su petición fue acogida
y, tomando el nombre de Antonio, también él partió hacia Marruecos, pero la Providencia divina dispuso de
otra manera. A consecuencia de una enfermedad, se vio obligado a volver a Italia y, en 1221, participó en el
famoso “Capítulo de las esteras” en Asís, donde encontró también a san Francisco. Sucesivamente, vivió por
algún tiempo escondido totalmente en un convento cerca de Forlí, en el norte de Italia, donde el Señor le
llamó a otra misión. Invitado, por circunstancias totalmente casuales, a predicar con ocasión de una
ordenación sacerdotal, mostró estar dotado de tal ciencia y elocuencia, que los Superiores lo destinaron a la
predicación. Comenzó así en Italia y en Francia una actividad apostólica tan intensa y eficaz que indujo a no
pocas personas que se habían separado de la Iglesia a volver sobre sus propios pasos. Estuvo también entre
los primeros maestros de teología de los Frailes Menores, si no incluso el primero. Comenzó su enseñanza en
Bolonia, con la bendición de Francisco, el cual, reconociendo las virtudes de Antonio, le envió una breve
carta con estas palabras: “Me gustaría que enseñases teología a los frailes”. Antonio puso las bases de la
teología franciscana que, cultivada por otras insignes figuras de pensadores, habría conocido su cenit con san
Buenaventura de Bagnoregio y el beato Duns Scoto.

Convertido en superior provincial de los Frailes Menores de Italia septentrional, continuó con el ministerio
de la predicación, alternándolo con las tareas de gobierno. Concluido el mandato de Provincial, se retiró
cerca de Padua, donde ya había estado otras veces. Tras apenas un año, murió en las puertas de la Ciudad, el
13 de junio de 1231. Padua, que lo había acogido con afecto y veneración en vida, le tributó por siempre
honor y devoción. El mismo Papa Gregorio IX, que tras haberle escuchado predicar le había definido “Arca
del Testamento”, lo canonizó en 1232, también a raíz de los milagros sucedidos por su intercesión.

En el último periodo de su vida, Antonio puso por escrito dos ciclos de “Sermones”, titulados
respectivamente “Sermones dominicales” y “Sermones sobre los Santos”, destinados a los predicadores y a
los profesores de estudios teológicos de la Orden franciscana. En ellos comenta los textos de la Sagrada
Escritura presentados por la Liturgia, utilizando la interpretación patrístico-medieval de los cuatro sentidos,
el literal o histórico, el alegórico o cristológico, el tropológico o moral, y el anagógico, que orienta hacia la
vida eterna. Se trata de textos teológico-homiléticos, que recogen la predicación viva, en la que Antonio
propone un verdadero y propio itinerario de vida cristiana. Es tanta la riqueza de enseñanzas espirituales
contenida en los “Sermones”, que el Venerable Papa Pío XII, en 1946, proclamó a Antonio Doctor de la
Iglesia, atribuyéndole el título de “Doctor evangélico”, porque de estos escritos surge la frescura y la belleza
del Evangelio; aún hoy los podemos leer con gran provecho espiritual.

En ellos, él habla de la oración como de una relación de amor, que empuja al hombre a conversar
dulcemente con el Señor, creando una alegría inefable, que suavemente envuelve el alma en oración.
Antonio nos recuerda que la oración necesita una atmósfera de silencio, que no coincide con el alejamiento
del ruido externo, sino que es experiencia interior, que mira a quitar las distracciones provocadas por las
preocupaciones del alma. Según la enseñanza de este insigne Doctor franciscano, la oración se compone de
cuatro actitudes indispensables, que, en el latín de Antonio, se definen: obsecratio, oratio, postulatio,
gratiarum actio. Podríamos traducirlas así: abrir confiadamente el propio corazón a Dios, conversar
afectuosamente con Él, presentarle las propias necesidades, alabarlo y darle gracias.

En esta enseñanza de san Antonio sobre la oración advertimos uno de los rasgos específicos de la teología
franciscana, del que él fue el iniciador, es decir, el papel asignado al amor divino, que entra en la esfera de
los afectos, de la voluntad, del corazón, y que es también la fuente de donde brota un conocimiento
espiritual, que sobrepasa todo conocimiento.

Escribe Antonio: “La caridad es el alma de la fe, la hace viva; sin el amor, la fe muere” (Sermones
Dominicales et Festivi II, Messaggero, Padova 1979, p. 37).

Sólo un alma que reza puede realizar progresos en la vida espiritual: este es el objeto privilegiado de la
predicación de san Antonio. Él conoce bien los defectos de la naturaleza humana, la tendencia a caer en el
pecado, por eso exhorta continuamente a combatir la inclinación a la codicia, al orgullo, a la impureza, y a
practicar las virtudes de la pobreza y de la generosidad, de la humildad y de la obediencia, de la castidad y de
la pureza. A principios del siglo XIII, en el contexto del renacimiento de las ciudades y del florecimiento del
comercio, crecía el número de personas insensibles a las necesidades de los pobres. Por este motivo, Antonio
invita muchas veces a los fieles a pensar en la verdadera riqueza, la del corazón, que haciéndoles buenos y
misericordiosos, les hace acumular tesoros para el Cielo. “Oh ricos –les exhorta– haceos amigos ... los
pobres, acogedles en vuestras casas: serán después ellos quienes os acojan en los eternos tabernáculos, donde
está la belleza de la paz, la confianza de la seguridad, y la opulenta quietud de la saciedad eterna” (Ibid., p.
29).

¿No es quizás esta, queridos amigos, una enseñanza muy importante también hoy, cuando la crisis
financiera y los graves desequilibrios económicos empobrecen a no pocas personas y crean condiciones de
miseria? En mi Encíclica Caritas in veritate recuerdo: “La economía necesita de la ética para su correcto
funcionamiento, no de una ética cualquiera, sino de una ética amiga de la persona” (n. 45).

Antonio, en la escuela de Francisco, pone siempre a Cristo en el centro de la vida y del pensamiento, de la
acción y de la predicación. Este es otro rasgo típico de la teología franciscana: el cristocentrismo. De buen
grado esta contempla, e invita a contemplar, los misterios del humanidad del Señor, de modo particular, el de
la Navidad, que le suscitan sentimientos de amor y de gratitud hacia la bondad divina.

También la visión del Crucificado le inspira pensamientos de reconocimiento hacia Dios y de estima por
la dignidad de la persona humana, de forma que todos, creyentes y no creyentes, puedan encontrar un
significado que enriquece la vida. Escribe Antonio: “Cristo, que es tu vida, está colgado ante ti, porque tú
miras a la cruz como en un espejo. Allí podrás conocer cuán mortales fueron tus heridas, que ninguna
medicina habría podido curar, si no la de la sangre del Hijo de Dios. Si miras bien, podrás darte cuenta de
cuán grandes son tu dignidad humana y tu valor... En ningún otro lugar el hombre puede darse cuenta mejor
de cuánto vale, que mirándose en el espejo de la cruz” (Sermones Dominicales et Festivi III, pp. 213-214).

Queridos amigos, que Antonio de Padua, tan venerado por los fieles, interceda por la Iglesia entera, y
sobre todo por aquellos que se dedican a la predicación. Que estos, tomando inspiración de su ejemplo,
procuren unir la doctrina sana y sólida, la piedad sincera y fervorosa, la incisividad de la comunicación. En
este año sacerdotal, oremos para que los sacerdotes y los diáconos lleven a cabo con solicitud este ministerio
de anuncio y actualización de la Palabra de Dios a los fieles, sobre todo a través de las homilías litúrgicas.
Que éstas sean una presentación eficaz de la eterna belleza de Cristo, precisamente como recomendaba san
Antonio: “Si predicas a Jesús, él ablanda los corazones duros; si le invocas, endulza las amargas tentaciones:
si piensas en él, te ilumina el corazón; si le lees, te sacia la mente” (Sermones Dominicales et Festivi III, p.
59).