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31 mayo 2024

La Visitación de la Virgen María

Fernández Carvajal Hablar con Dios, tomo VI

La fiesta de hoy, establecida por Urbano VI en 1389, está situada entre la Anunciación del Señor y el
nacimiento de Juan el Bautista, en armonía con el relato evangélico. Se conmemora la visita de Nuestra
Señora a su pariente Isabel, ya entrada en años, para ayudarla en la espera de su maternidad, y al mismo
tiempo compartir con ella el júbilo de las maravillas obradas por Dios en ambas. Esta fiesta de la Virgen con
la que terminamos el mes a Ella dedicado, nos manifiesta su mediación, su espíritu de servicio y su profunda
humildad. Nos enseña a llevar la alegría cristiana allí a donde vamos. Como María, hemos de ser siempre
causa de alegría para los demás.

I. Venid, oíd los que teméis a Dios y os contaré las maravillas del Señor en mi alma, leemos en la
Antífona de entrada de la Misa.

Poco después de la Anunciación, se dirigió Nuestra Señora a visitar a su pariente Isabel, que vivía en la
región montañosa de Judea, a cuatro o cinco jornadas de camino. Por aquellos días -señala San Lucas-, María
se levantó y marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá. La Virgen, al conocer por medio del ángel el
estado de Isabel, movida por la caridad, se apresura a ir para ayudarle en las necesidades normales de la casa.
Nadie la obliga; Dios, a través del ángel, no le ha exigido nada en este sentido, e Isabel no ha solicitado su
ayuda. María hubiera podido permanecer en su propia casa, para dedicarse a preparar la llegada de su Hijo, el
Mesías. Pero se pone en camino cum festinatione, con alegre prontitud, con gozo inefable, para prestar sus
servicios sencillos a su prima.

Nosotros la acompañamos por aquellos caminos en nuestra oración, y le decimos, con las palabras que
leemos en la Primera lectura de la Misa: Exulta, hija de Sión, alégrate y gózate de todo corazón, hija de
Jerusalén (...). El Señor Dios tuyo, el fuerte, está en medio de ti. Él te salvará, se gozará sobre ti con alegría
(...), se regocijará sobre ti con júbilo eterno.

Es fácil imaginar el inmenso gozo que llevaba Nuestra Madre en su corazón y el deseo grande de
comunicarlo. Mira, también Isabel, tu prima, ha concebido un hijo..., le había indicado el ángel. Según este
testimonio expreso, se trataba de una concepción prodigiosa, y estaba relacionada de algún modo con el
Mesías que iba a venir. Después de este largo viaje, Nuestra Señora entró en casa de Zacarías y saludó a su
pariente. Y en cuanto oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó de gozo en su seno, e Isabel quedó llena del
Espíritu Santo. Aquella casa quedó transformada por la presencia de Jesús y de María. Su saludo «fue eficaz
en cuanto llenó a Isabel del Espíritu Santo. Con su lengua, mediante la profecía, hizo brotar en su prima,
como de una fuente, un río de dones divinos (...). En efecto, allí donde llega la llena de gracia, todo queda
colmado de alegría». Es éste un prodigio que hace Jesús a través de María, asociada desde los comienzos a la
Redención y a la alegría que Cristo trae al mundo.

La fiesta de hoy, la Visitación, nos presenta una faceta de la vida interior de María: su actitud de servicio
humilde y de amor desinteresado para quien se encuentra en necesidad. Este suceso, que contemplamos en el
segundo misterio de gozo del Santo Rosario, nos invita a la entrega pronta, alegre y sencilla a quienes nos
rodean. Muchas veces el mayor servicio que prestaremos será consecuencia del gozo interior que se desborda
y llega a los demás. Pero esto sólo será posible si nos mantenemos muy cerca del Señor, mediante el fiel
cumplimiento de los momentos de oración que tenemos previstos a lo largo del día: «la unión con Dios, la
vida sobrenatural, comporta siempre la práctica atractiva de las virtudes humanas: María lleva la alegría al
hogar de su prima, porque "lleva" a Cristo». ¿"Llevamos" con nosotros a Cristo, y con Él la alegría, allí a
donde vamos... al trabajo, en la visita a unos vecinos, a un enfermo...? ¿Somos habitualmente causa de
alegría para los demás?

II. A la llegada de Nuestra Señora, Isabel, llena del Espíritu Santo, proclama en voz alta: Bendita tú entre
las mujeres y bendito el fruto de tu vientre. ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a
visitarme? Pues en cuanto llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno.

Isabel no se limita a llamarla bendita, sino que relaciona su alabanza con el fruto de su vientre, que es
bendito por los siglos. ¡Cuántas veces hemos repetido también nosotros estas mismas palabras, al recitar el
Avemaría!: Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre. ¿Las pronunciamos con el mismo
gozo con que lo hizo Isabel? ¡Cuántas veces pueden servirnos como una jaculatoria que nos una a Nuestra
Madre del Cielo, mientras trabajamos, al caminar por la calle, al contemplar una imagen suya!

María y Jesús siempre estarán juntos. Los mayores prodigios de Jesús serán realizados -como en este casoen
íntima unión con su Madre, Medianera de todas las gracias. «Esta unión de la Madre con el Hijo en la
obra de la salvación -afirma el Concilio Vaticano II- se manifiesta desde el momento de la concepción
virginal de Cristo hasta su muerte».

Aprendamos hoy, una vez más, que cada encuentro con María representa un nuevo hallazgo de Jesús. «Si
buscáis a María, encontraréis a Jesús. Y aprenderéis a entender un poco lo que hay en este corazón de Dios
que se anonada (...)», que se hace asequible en medio de la sencillez de los días corrientes. Este don inmenso
-poder conocer, tratar y amar a Cristo- tuvo su comienzo en la fe de Santa María, cuyo perfecto
cumplimiento Isabel pone ahora de manifiesto: «la plenitud de gracia, anunciada por el ángel, significa el
don de Dios mismo; la fe de María, proclamada por Isabel en la Visitación, indica cómo la Virgen de
Nazaret ha respondido a este don». La Virgen, que ya había pronunciado su fiat pleno y entregado, se
presenta en el umbral de la casa de Isabel y Zacarías como Madre del Hijo de Dios. Es el descubrimiento
gozoso de Isabel y también el nuestro, al que nunca terminaremos de acostumbrarnos.

III. El clima que rodea este misterio que contemplamos en el Santo Rosario, la atmósfera que empapa el
episodio de la Visitación es la alegría; el misterio de la Visitación es un misterio de gozo. Juan el Bautista
exulta de alegría en el seno de Santa Isabel; ésta, llena de alegría por el don de la maternidad, prorrumpe en
bendiciones al Señor; María eleva el Magnificat, un himno todo desbordante de la alegría mesiánica. A las
alabanzas de Isabel, Nuestra Señora responde con este canto de júbilo. El hogar de Zacarías y de Isabel
rezuma el espíritu más puro del Antiguo Testamento. Y María encierra en su seno el Misterio que dará paso
al Nuevo. El Magnificat es «el cántico de los tiempos mesiánicos, en el que confluyen la alegría del antiguo
y del nuevo Israel (...). El cántico de la Virgen, dilatándose, se ha convertido en plegaria de la Iglesia de
todos los tiempos».

En este ambiente es donde tiene pleno sentido la expresión de lo que María lleva guardado en su corazón.
El Magnificat es la manifestación más pura de su íntimo secreto, revelado por el ángel. No hay en él
rebuscamiento ni artificio: estas palabras son el espejo del alma de Nuestra Señora; un alma llena de
grandeza y tan cercana a su Creador: Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador.

Y junto a este canto de alegría y de humildad, la Virgen nos ha dejado una profecía: desde ahora me
llamarán bienaventurada todas las generaciones. «Desde los tiempos más antiguos la Bienaventurada Virgen
es honrada con el título de Madre de Dios, a cuyo amparo acuden los fieles, en todos sus peligros y
necesidades, con sus oraciones. Y sobre todo a partir del Concilio de Éfeso, el culto del pueblo de Dios hacia
María creció maravillosamente en veneración y amor, en invocaciones y deseo de imitación, en conformidad
de sus mismas palabras proféticas: Desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones, porque
ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso».

Nuestra Madre Santa María no se distinguió por hechos prodigiosos; no conocemos por el Evangelio que
haya obrado milagros mientras estuvo en la tierra; pocas, muy pocas, son las palabras que de Ella nos ha
conservado el texto inspirado. Su vida de cara a los demás fue la de una mujer corriente, que ha de sacar
adelante su familia. Sin embargo, se ha cumplido puntualmente esta maravillosa profecía. ¿Quién podría
contar las alabanzas, las invocaciones, los santuarios en su honor, las ofrendas, las devociones marianas...? A
lo largo de veinte siglos la han llamado bienaventurada personas de todo género y condición: intelectuales y
gente que no sabe leer, reyes, guerreros, artesanos, hombres y mujeres, personas de edad avanzada y niños
que comienzan a balbucear... Nosotros estamos cumpliendo ahora aquella profecía. Dios te salve, María,
llena eres de gracia..., bendita tú eres entre todas las mujeres..., le decimos en la intimidad de nuestro
corazón.

De modo particular la hemos invocado a lo largo de este mes de mayo, «pero el mes de mayo no puede
terminar; debe continuar en nuestra vida, porque la veneración, el amor, la devoción a la Virgen no pueden
desaparecer de nuestro corazón, más aún, deben crecer y manifestarse en un testimonio de vida cristiana,
modelada según el ejemplo de María, el nombre de la hermosa flor que siempre invoco // mañana y tarde,
como canta Dante Alighieri (Paradiso 23, 88)». Tratando a María, descubrimos a Jesús. «¡Cómo sería la
mirada alegre de Jesús!: la misma que brillaría en los ojos de su Madre, que no puede contener su alegría -
"Magnificat anima mea Dominum!" -y su alma glorifica al Señor, desde que lo lleva dentro de sí y a su lado.

»¡Oh, Madre!: que sea la nuestra, como la tuya, la alegría de estar con Él y de tenerlo».