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3 mayo 2024

Santos Felipe y Santiago, apóstoles

SAN FELIPE, APÓSTOL (s. I)

Catequesis de Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

Al seguir trazando el semblante de los diferentes apóstoles, como hacemos desde unas semanas, nos
encontramos hoy con Felipe. En las listas de los doce siempre aparece en el quinto lugar (en Mateo 10, 3;
Marcos 3, 18; Lucas 6, 14; Hechos 1, 13), es decir, fundamentalmente entre los primeros. Si bien Felipe era
de origen judío, su nombre es griego, como el de Andrés, lo que constituye un pequeño gesto de apertura
cultural que no hay que infravalorar. Las noticias que nos llegan de él proceden del Evangelio de Juan. Era
del mismo lugar del que procedían Pedro y Andrés, es decir, Betsaida (Cf. Juan 1, 44), una pequeña ciudad
que pertenecía a la tetrarquía de uno de los hijos de Herodes el Grande, quien también se llamaba Felipe (Cf.
Lucas 3, 1).

El cuarto Evangelio cuenta que, después de haber sido llamado por Jesús, Felipe se encuentra con
Natanael y le dice: «Ése del que escribió Moisés en la Ley, y también los profetas, lo hemos encontrado:
Jesús el hijo de José, el de Nazaret» (Juan 1, 45). Ante la respuesta más bien escéptica de Natanael –«¿De
Nazaret puede haber cosa buena?»–, Felipe no se rinde y responde con decisión: «Ven y lo verás» (Juan, 1,
46). Con esta respuesta, seca pero clara, Felipe demuestra las características del auténtico testigo: no se
contenta con presentar el anuncio como una teoría, sino que interpela directamente al interlocutor,
sugiriéndole que él mismo haga la experiencia personal de lo anunciado. Jesús utiliza esos dos mismos
verbos cuando dos discípulos de Juan Bautista se acercan a Él para preguntarle dónde vive: Jesús respondió:
«Venid y lo veréis» (Cf. Juan 1,38-39).

Podemos pensar que Felipe nos interpela con esos dos verbos que suponen una participación personal.
También a nosotros nos dice lo que le dijo a Natanael: «Ven y lo verás». El apóstol nos compromete a
conocer a Jesús de cerca. De hecho, la amistad, conocer verdaderamente al otro, requiere cercanía, es más, en
parte vive de ella. De hecho, no hay que olvidar que, según escribe Marcos, Jesús escogió a los doce con el
objetivo primario de que «estuvieran con él» (Marcos 3, 14), es decir, de que compartieran su vida y
aprendieran directamente de Él no sólo el estilo de su comportamiento, sino ante todo quién era Él
realmente. Sólo así, participando en su vida, podían conocerle y anunciarle. Más tarde, en la carta de Pablo a
los Efesios, puede leerse que lo importante es «el Cristo que vosotros habéis aprendido» (4, 20), es decir, lo
importante no es sólo ni sobre todo escuchar sus enseñanzas, sus palabras, sino conocerle a Él
personalmente, es decir, su humanidad y divinidad, el misterio de su belleza. Él no es sólo un Maestro, sino
un Amigo, es más, un Hermano. ¿Cómo podríamos conocerle si estamos lejos de Él? La intimidad, la
familiaridad, la costumbre, nos hacen descubrir la verdadera identidad de Jesucristo. Esto es precisamente lo
que nos recuerda el apóstol Felipe. Por eso, nos invita a «venir» y a «ver», es decir, a entrar en un contacto
de escucha, de respuesta y de comunión de vida con Jesús, día tras día.

Con motivo de la multiplicación de los panes, recibió de Jesús una petición precisa, bastante sorprendente:
dónde era posible comprar el pan que se necesitaba para dar de comer a toda la gente que le seguía (Cf. Juan
6, 5). Entonces, Felipe respondió con mucho realismo: «Doscientos denarios de pan no bastan para que cada
uno tome un poco» (Juan 6, 7). Aquí se pueden ver el realismo y el espíritu práctico del apóstol, que sabe
juzgar las implicancias de una situación. Sabemos qué es lo que pasó después. Sabemos que Jesús tomó los
panes, y tras haber rezado, los distribuyó. De este modo, realizó la multiplicación de los panes. Pero es
interesante el hecho de que Jesús se dirigiera precisamente a Felipe para tener una primera impresión sobre
la solución del problema: signo evidente de que formaba parte del grupo restringido que lo rodeaba.

En otro momento, muy importante para la historia futura, antes de la Pasión, algunos griegos se
encontraban en Jerusalén con motivo de la Pascua, «se dirigieron a Felipe… y le rogaron: “Señor, queremos
ver a Jesús”. Felipe fue a decírselo a Andrés; Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús» (Juan 12, 20-22).
Una vez más nos encontramos ante el indicio de su prestigio particular dentro del colegio apostólico. En este
caso, en particular, realiza las funciones de intermediario entre la petición de algunos griegos –
probablemente hablaba griego y pudo hacer de intérprete– y Jesús; si bien se une a Andrés, el otro apóstol de
nombre griego, de todos modos los extranjeros se dirigen a él. Esto nos enseña a estar también nosotros
dispuestos tanto a acoger las peticiones e invocaciones, vengan de donde vengan, como a orientarlas hacia el
Señor, pues sólo él puede satisfacerlas plenamente. Es importante, de hecho, saber que no somos nosotros los
destinatarios últimos de las peticiones de quien se nos acerca, sino el Señor: tenemos que orientar hacia Él a
quien se encuentre en dificultad. ¡Cada uno de nosotros tiene que ser un camino abierto hacia Él!

Hay otra oportunidad sumamente particular en la que interviene Felipe. Durante la Última Cena, después
de que Jesús afirmase que conocerle a Él significa también conocer al Padre (Cf. Juan 14,7), Felipe, casi
ingenuamente, le pidió: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta» (Juan 14, 8). Jesús le respondió con un
tono de benévolo reproche: «¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces Felipe? El que me
ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: “Muéstranos al Padre”? ¿No crees que yo estoy en el Padre
y el Padre está en mí? […] Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí» (Juan 14, 9-11). Son unas
de las palabras más sublimes del Evangelio de Juan. Contienen una auténtica revelación. Al final del
«Prólogo» de su Evangelio, Juan afirma: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno
del Padre, él lo ha contado» (Juan 1, 18). Pues bien, esa declaración, que es del evangelista, es retomada y
confirmada por el mismo Jesús. Pero con un detalle. De hecho, mientras el «Prólogo» de Juan habla de una
intervención explicativa de Jesús a través de las palabras de su enseñanza, en la respuesta a Felipe, Jesús
hace referencia a su propia persona como tal, dando a entender que sólo se le puede comprender a través de
lo que dice, es más, a través de lo que es Él. Para darnos a entender, utilizando la paradoja de la Encarnación,
podemos decir que Dios asumió un rostro humano, el de Jesús, y por consiguiente a partir de ahora, si
realmente queremos conocer el rostro de Dios, ¡sólo nos queda contemplar el rostro de Jesús! ¡En su rostro
vemos realmente quién es Dios y cómo es Dios!

El evangelista no nos dice si Felipe comprendió plenamente la frase de Jesús. Lo cierto es que le entregó
totalmente su vida. Según algunas narraciones posteriores («Hechos de Felipe» y otros), nuestro apóstol
habría evangelizado en un primer momento Grecia y después Frigia y allí habría afrontado la muerte, en
Hierópolis, con un suplicio que algunos mencionan como crucifixión y otros lapidación.

Queremos concluir nuestra reflexión recordando el objetivo hacia el que debe orientarse nuestra vida:
encontrar a Jesús, como lo encontró Felipe, tratando de ver en Él al mismo Dios, Padre celestial. Si falta este
compromiso, nos encontraremos sólo con nosotros mismos, como en un espejo, ¡y cada vez nos quedaremos
más solos! Felipe nos invita en cambio a dejarnos conquistar por Jesús, a estar con Él y a compartir esta
compañía indispensable. De este modo, viendo, encontrando a Dios, podemos encontrar la verdadera vida.


SANTIAGO EL MENOR, APÓSTOL

Catequesis de Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

Al lado de Santiago “el Mayor”, hijo de Zebedeo, del que hablamos el miércoles pasado, en los
Evangelios aparece otro Santiago, que se suele llamar “el Menor”. También él forma parte de las listas de los
doce Apóstoles elegidos personalmente por Jesús, y siempre se le califica como “hijo de Alfeo” (cf. Mt 10,
3; Mc 3, 18; Lc 6, 15; Hch 1, 13). A menudo se le ha identificado con otro Santiago, llamado “el Menor” (cf.
Mc 15, 40), hijo de una María (cf. ib.) que podría ser la “María de Cleofás” presente, según el cuarto
evangelio, al pie de la cruz juntamente con la Madre de Jesús (cf. Jn 19, 25).

También él era originario de Nazaret y probablemente pariente de Jesús (cf. Mt 13, 55; Mc 6, 3), del cual,
según el estilo semítico, es llamado “hermano” (cf. Mc 6, 3; Ga 1, 19). El libro de los Hechos subraya el
papel destacado que desempeñaba este último Santiago en la Iglesia de Jerusalén. En el concilio apostólico
celebrado en la ciudad santa después de la muerte de Santiago el Mayor, afirmó, juntamente con los demás,
que los paganos podían ser aceptados en la Iglesia sin tener que someterse a la circuncisión (cf. Hch 15, 13).

San Pablo, que le atribuye una aparición específica del Resucitado (cf. 1 Co 15, 7), con ocasión de su viaje
a Jerusalén lo nombra incluso antes que a Cefas-Pedro, definiéndolo “columna” de esa Iglesia al igual que él
(cf. Ga 2, 9). Seguidamente, los judeocristianos lo consideraron su principal punto de referencia. A él se le
atribuye también la Carta que lleva el nombre de Santiago y que está incluida en el canon del Nuevo
Testamento. En dicha carta no se presenta como “hermano del Señor”, sino como “siervo de Dios y del
Señor Jesucristo” (St 1, 1).

Entre los estudiosos se debate la cuestión de la identificación de estos dos personajes que tienen el mismo
nombre, Santiago hijo de Alfeo y Santiago “hermano del Señor”. Las tradiciones evangélicas no nos han
conservado ningún relato ni sobre uno ni sobre otro por lo que se refiere al tiempo de la vida terrena de
Jesús. Los Hechos de los Apóstoles, en cambio, nos muestran que un “Santiago”, como ya hemos dicho,
desempeñó un papel muy importante, después de la resurrección de Jesús, dentro de la Iglesia primitiva (cf.
Hch 12, 17; 15, 13-21; 21, 18).

El acto más notable que realizó fue la intervención en la cuestión de la difícil relación entre los cristianos
de origen judío y los de origen pagano: contribuyó, juntamente con Pedro, a superar, o mejor, a integrar la
dimensión judía originaria del cristianismo con la exigencia de no imponer a los paganos convertidos la
obligación de someterse a todas las normas de la ley de Moisés.

El libro de los Hechos de los Apóstoles nos ha conservado la solución de compromiso, propuesta
precisamente por Santiago y aceptada por todos los Apóstoles presentes, según la cual a los paganos que
creyeran en Jesucristo sólo se les debía pedir que se abstuvieran de la costumbre idolátrica de comer la carne
de los animales ofrecidos en sacrificio a los dioses, y de la “impureza”, término que probablemente aludía a
las uniones matrimoniales no permitidas. En la práctica, debían atenerse sólo a unas pocas prohibiciones,
consideradas importantes, de la ley de Moisés.

De este modo, se lograron dos resultados significativos y complementarios, que siguen siendo válidos: por
una parte, se reconoció la relación inseparable que existe entre el cristianismo y la religión judía, su matriz
perennemente viva y válida; y, por otra, se permitió a los cristianos de origen pagano conservar su identidad
sociológica, que hubieran perdido si se les hubiera obligado a cumplir los así llamados “preceptos
ceremoniales” establecidos por Moisés; esos preceptos ya no debían considerarse obligatorios para los
paganos convertidos.

En pocas palabras, se iniciaba una praxis de recíproca estima y respeto que, a pesar de las dolorosas
incomprensiones posteriores, tendía por su propia naturaleza a salvaguardar lo que era característico de cada
una de las dos partes.

La más antigua información sobre la muerte de este Santiago nos la ofrece el historiador judío Flavio
Josefo. En sus Antigüedades judías (20, 201 s), escritas en Roma a finales del siglo I, nos cuenta que la
muerte de Santiago fue decidida, con iniciativa ilegítima, por el sumo sacerdote Anano, hijo del Anás que
aparece en los Evangelios, el cual aprovechó el intervalo entre la destitución de un Procurador romano
(Festo) y la llegada de su sucesor (Albino) para decretar su lapidación, en el año 62.

Además del apócrifo Protoevangelio de Santiago, que exalta la santidad y la virginidad de María, la Madre
de Jesús, está unida a este Santiago en especial la Carta que lleva su nombre. En el canon del Nuevo
Testamento ocupa el primer lugar entre las así llamadas “Cartas católicas”, es decir, no destinadas a una sola
Iglesia particular —como Roma, Éfeso, etc.—, sino a muchas Iglesias. Se trata de un escrito muy importante,
que insiste mucho en la necesidad de no reducir la propia fe a una pura declaración oral o abstracta, sino de
manifestarla concretamente con obras de bien.

Entre otras cosas, nos invita a la constancia en las pruebas aceptadas con alegría y a la oración confiada
para obtener de Dios el don de la sabiduría, gracias a la cual logramos comprender que los auténticos valores
de la vida no están en las riquezas transitorias, sino más bien en saber compartir nuestros bienes con los
pobres y los necesitados (cf. St 1, 27).

Así, la carta de Santiago nos muestra un cristianismo muy concreto y práctico. La fe debe realizarse en la
vida, sobre todo en el amor al prójimo y de modo especial en el compromiso en favor de los pobres. Sobre
este telón de fondo se debe leer también la famosa frase: “Así como el cuerpo sin espíritu está muerto, así
también la fe sin obras está muerta” (St 2, 26).

A veces esta declaración de Santiago se ha contrapuesto a las afirmaciones de san Pablo, según el cual
somos justificados por Dios no en virtud de nuestras obras, sino gracias a nuestra fe (cf. Ga 2, 16; Rm 3, 28).
Con todo, las dos frases, aparentemente contradictorias con sus diversas perspectivas, en realidad, si se
interpretan bien, se completan. San Pablo se opone al orgullo del hombre que piensa que no necesita del
amor de Dios que nos previene, se opone al orgullo de la autojustificación sin la gracia dada simplemente y
que no se merece. Santiago, en cambio, habla de las obras como fruto normal de la fe: “Todo árbol bueno da
frutos buenos” (Mt 7, 17). Y Santiago lo repite y nos lo dice a nosotros.

Por último, la carta de Santiago nos exhorta a abandonarnos en las manos de Dios en todo lo que hagamos,
pronunciando siempre las palabras: “Si el Señor quiere” (St 4, 15). Así, nos enseña a no tener la presunción
de planificar nuestra vida de modo autónomo e interesado, sino a dejar espacio a la inescrutable voluntad de
Dios, que conoce cuál es nuestro verdadero bien. De este modo Santiago es un maestro de vida siempre
actual para cada uno de nosotros.