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Catequesis de Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
El santo del que hablaremos hoy se llama Beda y nació en el nordeste de Inglaterra, exactamente en
Northumbria, entre los años 672 y 673. Él mismo cuenta que sus parientes, a la edad de siete años, lo
encomendaron al abad del cercano monasterio benedictino para que fuera educado: “En este monasterio —
recuerda— desde entonces viví siempre, dedicándome intensamente al estudio de la Sagrada Escritura y,
mientras observaba la disciplina de la Regla y la tarea diaria de cantar en la capilla, para mí siempre fue
dulce aprender, enseñar o escribir” (Historia ecclesiastica gentis Anglorum, v, 24).
De hecho, san Beda llegó a ser uno de los eruditos más insignes de la alta Edad Media, pues pudo acceder
a los muchos manuscritos preciosos que le traían sus abades al volver de sus frecuentes viajes al continente y
a Roma. La enseñanza y la fama de sus escritos le granjearon muchas amistades con las principales
personalidades de su tiempo, que lo animaban a proseguir en su trabajo, del que tantos se beneficiaban. A
pesar de enfermar, no dejó de trabajar, conservando siempre una alegría interior que se expresaba en la
oración y en el canto. Concluyó su obra más importante, la Historia ecclesiastica gentis Anglorum con esta
invocación: “Te ruego, oh buen Jesús, que benévolamente me has permitido acceder a las dulces palabras de
tu sabiduría, concédeme, benigno, llegar un día hasta ti, fuente de toda sabiduría, y estar siempre ante tu
rostro”. La muerte le llegó el 26 de mayo del año 735: era el día de la Ascensión.
Las Sagradas Escrituras son la fuente constante de la reflexión teológica de san Beda. A partir de un
cuidadoso estudio crítico del texto (nos ha llegado una copia del monumental Codex Amiatinus de la
Vulgata, en el que trabajó san Beda), comenta la Biblia, leyéndola en clave cristológica, es decir, reúne dos
cosas: por una parte, escucha lo que dice exactamente el texto —quiere realmente escuchar, comprender el
texto mismo—; y, por otra, está convencido de que la clave para entender la Sagrada Escritura como única
Palabra de Dios es Cristo y, con Cristo, a su luz, se entiende el Antiguo y el Nuevo Testamento como “una”
Sagrada Escritura. Las circunstancias del Antiguo y del Nuevo Testamento están unidas, son camino hacia
Cristo, aunque estén expresadas con signos e instituciones diversas (lo que él llama concordia
sacramentorum).
Por ejemplo, la tienda de la alianza que Moisés levantó en el desierto y el primer y segundo templo de
Jerusalén son imágenes de la Iglesia, nuevo templo edificado sobre Cristo y los Apóstoles con piedras vivas,
unidas por la caridad del Espíritu. Y del mismo modo que a la construcción del antiguo templo contribuyeron
también los pueblos paganos, poniendo a disposición materiales preciosos y la experiencia técnica de sus
maestros de obras, así a la edificación de la Iglesia contribuyen apóstoles y maestros procedentes no sólo de
las antiguas estirpes judía, griega y latina, sino también de los nuevos pueblos, entre los cuales san Beda se
complace en nombrar a los celtas irlandeses y los anglosajones. San Beda ve crecer la universalidad de la
Iglesia, que no se limita a una cultura determinada, sino que se compone de todas las culturas del mundo, que
deben abrirse a Cristo y encontrar en él su punto de llegada.
Otro tema recurrente en san Beda es la historia de la Iglesia. Tras haberse interesado por la época descrita
en los Hechos de los Apóstoles, repasa la historia de los Padres y de los concilios, convencido de que la obra
del Espíritu Santo continúa en la historia. En las Chronica Maiora, san Beda traza una cronología que se
convertirá en la base del Calendario universal “ab incarnatione Domini”. Por entonces se calculaba el tiempo
desde la fundación de la ciudad de Roma. San Beda, viendo que el verdadero punto de referencia, el centro
de la historia es el nacimiento de Cristo, nos dio este calendario que interpreta la historia partiendo de la
encarnación del Señor. Registra los primeros seis concilios ecuménicos y su desarrollo, presentando
fielmente la doctrina cristológica, mariológica y soteriológica, y denunciando las herejías monofisita,
monotelita, iconoclasta y neo-pelagiana. Por último, escribió con rigor documental y pericia literaria la ya
mencionada Historia eclesiástica de los pueblos ingleses, por la que se le ha reconocido como “el padre de la
historiografía inglesa”.
Las características de la Iglesia que san Beda puso de manifiesto son: a) la catolicidad como fidelidad a la
tradición y al mismo tiempo apertura al desarrollo histórico, y como búsqueda de la unidad en la
multiplicidad, en la diversidad de la historia y de las culturas, según las directrices que el Papa san Gregorio
Magno había dado al apóstol de Inglaterra san Agustín de Canterbury; b) la apostolicidad y la romanidad: a
este respecto, considera de primordial importancia convencer a todas las Iglesias irlandesas celtas y de los
pictos a celebrar unitariamente la Pascua según el calendario romano. El Cómputo que él elaboró
científicamente para establecer la fecha exacta de la celebración pascual, y por tanto de todo el ciclo del año
litúrgico, se ha convertido en el texto de referencia para toda la Iglesia católica.
San Beda fue también un insigne maestro de teología litúrgica. En las homilías sobre los evangelios
dominicales y festivos desarrolló una verdadera mistagogia, educando a los fieles a celebrar gozosamente los
misterios de la fe y a reproducirlos coherentemente en la vida, en espera de su plena manifestación al regreso
de Cristo, cuando, con nuestros cuerpos glorificados, seremos admitidos en la procesión de las ofrendas en la
liturgia eterna de Dios en el cielo. Siguiendo el “realismo” de las catequesis de san Cirilo, san Ambrosio y
san Agustín, san Beda enseña que los sacramentos de la iniciación cristiana convierten a cada fiel “no sólo
en cristiano sino en Cristo”, pues cada vez que un alma fiel acoge y custodia con amor la Palabra de Dios,
imitando a María, concibe y engendra nuevamente a Cristo. Y cada vez que un grupo de neófitos recibe los
sacramentos pascuales, la Iglesia se “auto-engendra”, o con una expresión aún más audaz, la Iglesia se
convierte en “madre de Dios”, participando en la generación de sus hijos, por obra del Espíritu Santo.
Gracias a esta forma suya de hacer teología, mezclando Biblia, liturgia e historia, san Beda tiene un
mensaje actual para los distintos “estados de vida”: a) a los estudiosos (doctores ac doctrices) les recuerda
dos tareas esenciales: escrutar las maravillas de la Palabra de Dios para presentarlas de forma atractiva a los
fieles; y exponer las verdades dogmáticas evitando las complicaciones heréticas y ciñéndose a la “sencillez
católica”, con la actitud de los pequeños y humildes, a quienes Dios se complace en revelar los misterios del
Reino; b) los pastores, por su parte, deben dar prioridad a la predicación, no sólo mediante el lenguaje verbal
o hagiográfico, sino también valorando los iconos, las procesiones y las peregrinaciones. A estos san Beda
les recomienda el uso de la lengua popular, como hace él mismo, explicando en northumbro el “Padre
nuestro” y el “Credo”, y prosiguiendo hasta el último día de su vida el comentario en lengua popular al
Evangelio de san Juan; c) a las personas consagradas, que se dedican al Oficio divino, viviendo la alegría de
la comunión fraterna y progresando en la vida espiritual mediante la ascesis y la contemplación, san Beda les
recomienda cuidar el apostolado —nadie tiene el Evangelio sólo para sí mismo, sino que debe sentirlo como
un don también para los demás-, sea colaborando con los obispos en las actividades pastorales de diverso
tipo en favor de las jóvenes comunidades cristianas, sea estando disponibles para la misión evangelizadora
entre los paganos, fuera del propio país, como “peregrini pro amore Dei”.
San Beda, situándose en esta perspectiva, en el comentario al Cantar de los Cantares, presenta a la
Sinagoga y a la Iglesia como colaboradoras en la difusión de la Palabra de Dios. Cristo Esposo quiere una
Iglesia solícita, “bronceada por las fatigas de la evangelización” —aludiendo claramente a las palabras del
Cantar de los Cantares (1, 5), donde la esposa dice: “Nigra sum sed formosa” (“Soy negra, pero hermosa”)—
, dedicada a labrar otros campos o viñas y establecer entre las nuevas poblaciones “no una tienda sino una
morada estable”, es decir, a insertar el Evangelio en el tejido social y en las instituciones culturales.
Desde esta perspectiva, el santo doctor exhorta a los fieles laicos a participar asiduamente en la instrucción
religiosa, imitando a aquellas “insaciables multitudes evangélicas, que no dejaban a los apóstoles tiempo ni
siquiera para tomar un bocado”. Les enseña a orar continuamente, “reproduciendo en la vida lo que celebran
en la liturgia”, ofreciendo todos sus actos como sacrificio espiritual en unión con Cristo. A los padres de
familia les explica que también ellos, en su pequeño ámbito doméstico, pueden ejercer “el oficio sacerdotal
de pastores y guías”, formando cristianamente a sus hijos, y afirma que conoce a muchos fieles —hombres y
mujeres, casados o célibes— “capaces de una conducta irreprensible que, si se les acompaña oportunamente,
podrían acercarse diariamente a la comunión eucarística” (Epist. ad Ecgberctum, ed. Plummer, p. 419).
La fama de santidad y sabiduría de que san Beda gozó ya en vida le llevó a recibir el título de “venerable”.
Así lo llamó también el Papa Sergio i, cuando, en el año 701, escribió a su abad pidiendo que lo hiciera venir
temporalmente a Roma para consultarle cuestiones de interés universal. Después de su muerte, sus escritos
se difundieron ampliamente en su patria y en el continente europeo. El gran misionero de Alemania, el
obispo san Bonifacio († 754), pidió en muchas ocasiones al arzobispo de York y al abad de Wearmouth que
hicieran transcribir algunas de sus obras y se las mandaran para que también él y sus compañeros pudieran
gozar de la luz espiritual que emanaban.
Un siglo más tarde, Notkero Galbulo, abad de San Gallo († 912), reconociendo la extraordinaria influencia
de san Beda, lo comparó con un nuevo sol que Dios había hecho surgir no desde Oriente, sino desde
Occidente, para iluminar al mundo. Dejando aparte el énfasis retórico, es un hecho que, con sus obras, san
Beda contribuyó eficazmente a la construcción de una Europa cristiana, en la que los diversos pueblos y
culturas se amalgamaron entre sí, confiriéndole una fisonomía unitaria, inspirada en la fe cristiana.
Oremos para que también hoy haya personalidades de la categoría de san Beda, para mantener unido a
todo el continente; oremos para que todos nosotros estemos dispuestos a redescubrir nuestras raíces
comunes, para ser constructores de una Europa profundamente humana y auténticamente cristiana.