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Catequesis de Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
Continuando nuestro repaso de los grandes maestros de la Iglesia antigua, queremos centrar hoy nuestra
atención en san Atanasio de Alejandría. Este auténtico protagonista de la tradición cristiana, ya pocos años
después de su muerte, fue aclamado como “la columna de la Iglesia” por el gran teólogo y obispo de
Constantinopla san Gregorio Nacianceno (Discursos 21, 26), y siempre ha sido considerado un modelo de
ortodoxia, tanto en Oriente como en Occidente.
Por tanto, no es casualidad que Gian Lorenzo Bernini colocara su estatua entre las de los cuatro santos
doctores de la Iglesia oriental y occidental —juntamente con san Ambrosio, san Juan Crisóstomo y san
Agustín—, que en el maravilloso ábside de la basílica vaticana rodean la Cátedra de san Pedro.
San Atanasio fue, sin duda, uno de los Padres de la Iglesia antigua más importantes y venerados. Pero este
gran santo es, sobre todo, el apasionado teólogo de la encarnación del Logos, el Verbo de Dios que, como
dice el prólogo del cuarto evangelio, “se hizo carne y puso su morada entre nosotros” (Jn 1, 14).
Precisamente por este motivo san Atanasio fue también el más importante y tenaz adversario de la herejía
arriana, que entonces era una amenaza para la fe en Cristo, reducido a una criatura “intermedia” entre Dios y
el hombre, según una tendencia que se repite en la historia y que también hoy existe de diferentes maneras.
Atanasio nació probablemente en Alejandría, en Egipto, hacia el año 300; recibió una buena educación
antes de convertirse en diácono y secretario del obispo de la metrópoli egipcia, san Alejandro. El joven
eclesiástico, íntimo colaborador de su obispo, participó con él en el concilio de Nicea, el primero de carácter
ecuménico, convocado por el emperador Constantino en mayo del año 325 para asegurar la unidad de la
Iglesia. Así los Padres de Nicea pudieron afrontar varias cuestiones, principalmente el grave problema
originado algunos años antes por la predicación de Arrio, un presbítero de Alejandría.
Este, con su teoría, constituía una amenaza para la auténtica fe en Cristo, declarando que el Logos no era
verdadero Dios, sino un Dios creado, un ser “intermedio” entre Dios y el hombre; de este modo el verdadero
Dios permanecía siempre inaccesible para nosotros. Los obispos reunidos en Nicea respondieron redactando
el “Símbolo de la fe” que, completado más tarde por el primer concilio de Constantinopla, ha quedado en la
tradición de las diversas confesiones cristianas y en la liturgia como el Credo niceno-constantinopolitano.
En este texto fundamental, que expresa la fe de la Iglesia indivisa, y que todavía recitamos hoy todos los
domingos en la celebración eucarística, aparece el término griego homooúsios, en latín consubstantialis:
indica que el Hijo, el Logos, es “de la misma substancia” del Padre, es Dios de Dios, es su substancia; así se
subraya la plena divinidad del Hijo, que negaban los arrianos.
Al morir el obispo san Alejandro, en el año 328, san Atanasio pasó a ser su sucesor como obispo de
Alejandría, e inmediatamente rechazó con decisión cualquier componenda con respecto a las teorías arrianas
condenadas por el concilio de Nicea. Su intransigencia, tenaz y a veces muy dura, aunque necesaria, contra
quienes se habían opuesto a su elección episcopal y sobre todo contra los adversarios del Símbolo de Nicea,
le provocó la implacable hostilidad de los arrianos y de los filo-arrianos.
A pesar del resultado inequívoco del Concilio, que había afirmado con claridad que el Hijo es de la misma
substancia del Padre, poco después esas ideas erróneas volvieron a prevalecer —en esa situación, Arrio fue
incluso rehabilitado— y fueron sostenidas por motivos políticos por el mismo emperador Constantino y
después por su hijo Constancio II. Este, al que le preocupaban más la unidad del Imperio y sus problemas
políticos que la verdad teológica, quería politizar la fe, haciéndola más accesible, según su punto de vista, a
todos los súbditos del Imperio.
Así, la crisis arriana, que parecía haberse solucionado en Nicea, continuó durante décadas con vicisitudes
difíciles y divisiones dolorosas en la Iglesia. Y en cinco ocasiones —durante treinta años, entre 336 y 366—
san Atanasio se vio obligado a abandonar su ciudad, pasando diecisiete años en el destierro y sufriendo por
la fe. Pero durante sus ausencias forzadas de Alejandría el obispo pudo sostener y difundir en Occidente,
primero en Tréveris y después en Roma, la fe de Nicea así como los ideales del monaquismo, abrazados en
Egipto por el gran eremita san Antonio, con una opción de vida por la que san Atanasio siempre se sintió
atraído.
San Antonio, con su fuerza espiritual, era la persona más importante que apoyaba la fe de san Atanasio. Al
volver definitivamente a su sede, el obispo de Alejandría pudo dedicarse a la pacificación religiosa y a la
reorganización de las comunidades cristianas. Murió el 2 de mayo del año 373, día en el que celebramos su
memoria litúrgica.
La obra doctrinal más famosa del santo obispo de Alejandría es el tratado Sobre la encarnación del Verbo,
el Logos divino que se hizo carne, llegando a ser como nosotros, por nuestra salvación. En esta obra, san
Atanasio afirma, con una frase que se ha hecho justamente célebre, que el Verbo de Dios “se hizo hombre
para que nosotros llegáramos a ser Dios; se hizo visible corporalmente para que nosotros tuviéramos una
idea del Padre invisible, y soportó la violencia de los hombres para que nosotros heredáramos la
incorruptibilidad” (54, 3). Con su resurrección, el Señor destruyó la muerte como si fuera “paja en el fuego”
(8, 4). La idea fundamental de toda la lucha teológica de san Atanasio era precisamente la de que Dios es
accesible. No es un Dios secundario, es el verdadero Dios, y a través de nuestra comunión con Cristo
nosotros podemos unirnos realmente a Dios. Él se ha hecho realmente “Dios con nosotros”.
Entre las demás obras de este gran Padre de la Iglesia, que en buena parte están vinculadas a las
vicisitudes de la crisis arriana, podemos citar también las cuatro cartas que dirigió a su amigo Serapión,
obispo de Thmuis, sobre la divinidad del Espíritu Santo, en las que esa verdad se afirma con claridad, y unas
treinta cartas “festivas”, dirigidas al inicio de cada año a las Iglesias y a los monasterios de Egipto para
indicar la fecha de la fiesta de Pascua, pero sobre todo para consolidar los vínculos entre los fieles,
reforzando su fe y preparándolos para esa gran solemnidad.
Por último, san Atanasio también es autor de textos de meditaciones sobre los Salmos, muy difundidos
desde entonces, y sobre todo de una obra que constituye el best seller de la antigua literatura cristiana, la
Vida de san Antonio, es decir, la biografía de san Antonio abad, escrita poco después de la muerte de este
santo, precisamente mientras el obispo de Alejandría, en el destierro, vivía con los monjes del desierto
egipcio. San Atanasio fue amigo del grande eremita hasta el punto de que recibió una de las dos pieles de
oveja que dejó san Antonio como herencia, junto con el manto que el mismo obispo de Alejandría le había
regalado.
La biografía ejemplar de ese santo tan apreciado por la tradición cristiana, que se hizo pronto sumamente
popular y fue traducida inmediatamente dos veces al latín y luego a varias lenguas orientales, contribuyó
decisivamente a la difusión del monaquismo, tanto en Oriente como en Occidente. En Tréveris la lectura de
este texto forma parte de una emotiva narración de la conversión de dos funcionarios imperiales que san
Agustín incluye en las Confesiones (VIII, 6, 15) como premisa para su misma conversión.
Por lo demás, el mismo san Atanasio muestra que tenía clara conciencia de la influencia que podía ejercer
sobre el pueblo cristiano la figura ejemplar de san Antonio. En la conclusión de esa obra escribe: “El hecho
de que llegó a ser famoso en todas partes, de que encontró admiración universal y de que su pérdida fue
sentida aun por gente que nunca lo vio, subraya su virtud y el amor que Dios le tenía. Antonio ganó
renombre no por sus escritos ni por sabiduría de palabras ni por ninguna otra cosa, sino sólo por su servicio a
Dios. Y nadie puede negar que esto es don de Dios. ¿Cómo explicar, en efecto, que este hombre, que vivió
escondido en la montaña, fuera conocido en España y Galia, en Roma y África, sino por Dios, que en todas
partes da a conocer a los suyos, y que, más aún, le había anunciado esto a Antonio desde el principio? Pues
aunque hagan sus obras en secreto y deseen permanecer en la oscuridad, el Señor los muestra públicamente
como lámparas a todos los hombres, y así los que oyen hablar de ellos pueden darse cuenta de que los
mandamientos llevan a la perfección, y entonces cobran valor para seguir la senda que conduce a la virtud”
(Vida de san Antonio, 93, 5-6).
Sí, hermanos y hermanas, tenemos muchos motivos para dar gracias a san Atanasio. Su vida, como la de
san Antonio y la de otros innumerables santos, nos muestra que “quien va hacia Dios, no se aleja de los
hombres, sino que se hace realmente cercano a ellos” (Deus caritas est, 42).