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8 abril 2024

La Anunciación de Nuestra Señora (trasladada)

Fernández Carvajal. Hablar con Dios, tomo VI

La Iglesia celebra hoy el misterio de la Encarnación del Verbo de Dios y, al mismo tiempo, la vocación de
Nuestra Señora, que conoce a través del Angel la voluntad de Dios sobre Ella. Con su correspondencia -su
fiat- comienza la Redención.

Esta Solemnidad, tanto en los calendarios más antiguos como en el actual, es una fiesta del Señor. Sin
embargo, los textos hacen referencia especialmente a la Virgen, y durante muchos siglos fue considerada
como una fiesta mariana. La Tradición de la Iglesia reconoce un estrecho paralelismo entre Eva, madre de
todos los vivientes, por quien con su desobediencia entró el pecado en el mundo, y María -nueva Eva-,
Madre de la humanidad redimida, por la que vino la Vida del mundo: Jesucristo nuestro Señor.

La fijación en el día de hoy, 25 de marzo, está relacionada con la Navidad; además, según una antigua
tradición, en el equinoccio de primavera debían coincidir la creación del mundo, el inicio y el fin de la
Redención: la Encarnación y la Muerte y Resurrección de Cristo.

I. Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo nacido de mujer.

Como culmen del amor por nosotros, envió Dios a su Unigénito, que se hizo hombre, para salvarnos y
darnos la incomparable dignidad de hijos. Con su venida podemos afirmar que llegó la plenitud de los
tiempos. San Pablo dice literalmente que fue hecho de mujer. Jesús no apareció en la tierra como una visión
fulgurante, sino que se hizo realmente hombre, como nosotros, tomando la naturaleza humana en las entrañas
purísimas de la Virgen María. La fiesta de hoy es propiamente de Jesús y de su Madre. Por eso, «ante todas
las cosas -señala fray Luis de Granada- es razón poner los ojos en la pureza y santidad de esta Señora que
Dios ab aeterno escogió para tomar carne de ella.

»Porque así como, cuando determinó criar al primer hombre, le aparejó primero la casa en que le había de
aposentar, que fue el Paraíso terrenal, así cuando quiso enviar al mundo el segundo, que fue Cristo, primero
le aparejó lugar para lo hospedar: que fue el cuerpo y alma de la Sacratísima Virgen». Dios preparó la
morada de su Hijo, Santa María, con la mayor dignidad creada, con todos los dones posibles y llena de
gracia.

En esta Solemnidad aparece Jesús más unido que nunca a María. Cuando Nuestra Señora dio su
consentimiento, «el Verbo divino asumió la naturaleza humana: el alma racional y el cuerpo formado en el
seno purísimo de María. La naturaleza divina y la humana se unían en una única Persona: Jesucristo,
verdadero Dios y, desde entonces, verdadero Hombre; Unigénito eterno del Padre y, a partir de aquel
momento, como Hombre, hijo verdadero de María: por eso Nuestra Señora es Madre del Verbo encarnado,
de la segunda Persona de la Santísima Trinidad que ha unido a sí para siempre -sin confusión- la naturaleza
humana. Podemos decir bien alto a la Virgen Santa, como la mejor alabanza, esas palabras que expresan su
más alta dignidad: Madre de Dios». ¡Tantas veces le hemos repetido: Santa María, Madre de Dios, ruega por
nosotros... ! ¡Tantas veces las hemos meditado al considerar el primer misterio gozoso del Santo Rosario!

II. Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros...

A lo largo de los siglos, santos y teólogos, para comprender mejor, buscaron las razones que podrían haber
movido a Dios a un hecho tan extraordinario. De ninguna manera era preciso que el Hijo de Dios se hiciera
hombre, ni siquiera para redimirlo, pues Dios -como afirma Santo Tomás de Aquino- «pudo restaurar la
naturaleza humana de múltiples maneras». La Encarnación es la manifestación suprema del amor divino por
el hombre, y sólo la inmensidad de este amor puede explicarla: Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su
Hijo Unigénito..., al objeto único de su Amor. Con este abajamiento, Dios ha hecho más fácil el diálogo del
hombre con Él. Es más, toda la historia de la salvación es la búsqueda de este encuentro; la fe católica es una
revelación de la bondad, de la misericordia, del amor de Dios por nosotros.

Desde el principio, Dios fue enseñando a los hombres su gratuito acercamiento. La Encarnación es la
plenitud de esta cercanía. El Emmanuel, el Dios con nosotros, tiene su máxima expresión en el
acontecimiento que hoy nos llena de alegría. El Hijo Unigénito de Dios se hace hombre, como nosotros, y así
permanece para siempre, encarnado en una naturaleza humana: de ningún modo la asunción de un cuerpo en
las purísimas entrañas de María fue algo precario y provisional. El Verbo encarnado, Jesucristo, permanece
para siempre Dios perfecto y hombre verdadero. Éste es el gran misterio que nos sobrecoge: Dios, en su
amor, ha querido tomar en serio al hombre y, aun siendo obra de puro amor, ha querido una respuesta en la
que la criatura se comprometa ante Cristo, que es de su misma raza. «Al recordar que el Verbo se hizo carne,
es decir, que el Hijo de Dios se hizo hombre, debemos tomar conciencia de lo grande que se hace todo
hombre a través de este misterio; es decir, ¡a través de la Encarnación del Hijo de Dios! Cristo,
efectivamente, fue concebido en el seno de María y se hizo hombre para revelar el eterno amor del Creador y
Padre, así como para manifestar la dignidad de cada uno de nosotros».

La Iglesia, al exponer durante siglos la verdadera realidad de la Encarnación, tenía conciencia de que
estaba defendiendo no sólo la Persona de Cristo, sino a ella misma, al hombre y al mundo. «Él, que es
imagen de Dios invisible (Col 1, 15), es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de
Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En Él la naturaleza humana asumida, no
absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios, con su encarnación, se
ha unido en cierto modo con todo el hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de
hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los
nuestros, semejante en todo a nosotros excepto en el pecado». ¡Qué valor debe tener la criatura humana ante
Dios, «si ha merecido tener tan grande Redentor»!. Demos hoy gracias a lo largo del día por tan inmenso
bien a través de Santa María, pues Ella «ha sido el instrumento de la unión de Jesús con toda la humanidad».

III. La Encarnación debe tener muchas consecuencias en la vida del cristiano.

Es, en realidad, el hecho que decide su presente y su futuro. Sin Cristo, la vida carece de sentido. Sólo
Él «revela plenamente al hombre el mismo hombre». Sólo en Cristo conocemos nuestro ser más profundo
y aquello que más nos afecta: el sentido del dolor y del trabajo bien acabado, la alegría y la paz verdaderas,
que están por encima de los estados de ánimo y de los diversos acontecimientos de la vida, la serenidad,
incluso el gozo ante el pensamiento del más allá, pues Jesús, a quien ahora procuramos servir, nos espera...
Es Cristo quien «ha devuelto definitivamente al hombre la dignidad y el sentido de su existencia en el mundo,
sentido que había perdido en gran medida a causa del pecado».

La asunción de todo lo humano noble por el Hijo de Dios (el trabajo, la amistad, la familia, el dolor, la
alegría...) nos indica que todas estas realidades han de ser amadas y elevadas. Lo humano se convierte en
camino para la unión con Dios. La lucha interior tiene entonces un carácter marcadamente positivo, pues no
se trata de aniquilar al hombre para que resplandezca lo divino, ni de huir de las realidades corrientes para
llevar una vida santa. No es lo humano lo que choca con lo divino, sino el pecado y las huellas que dejaron
en el alma el pecado original y el personal. El empeño por asemejarnos a Cristo lleva consigo la lucha contra
todo aquello que nos hace menos humanos o infrahumanos: los egoísmos, las envidias, la sensualidad, la
pequeñez de espíritu... El verdadero empeño del cristiano por la santidad lleva consigo el desarrollo de la
propia personalidad en todos los sentidos: prestigio profesional, virtudes humanas, virtudes de convivencia,
amor a todo lo verdaderamente humano...

De la misma forma que en Cristo lo humano no deja de serlo por su unión con lo divino, por la
Encarnación lo terrestre no dejó de serlo, pero desde entonces todo puede ser orientado por el hombre hacia
Él. Et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum. Y Yo, cuando sea levantado de la tierra,
atraeré todo hacia Mí. «Cristo con su Encarnación, con su vida de trabajo en Nazareth, con su predicación y
milagros por las tierras de Judea y de Galilea, con su muerte en la Cruz, con su Resurrección, es el centro de
la creación, Primogénito y Señor de toda criatura.

»(...) Quiere el Señor a los suyos en todas las encrucijadas de la tierra. A algunos los llama al desierto, a
desentenderse de los avatares de la sociedad de los hombres, para hacer que esos mismos hombres recuerden
a los demás, con su testimonio, que existe Dios. A otros, les encomienda el ministerio sacerdotal. A la gran
mayoría, los quiere en medio del mundo, en las ocupaciones terrenas. Por lo tanto, deben estos cristianos
llevar a Cristo a todos los ámbitos donde se desarrollan las tareas humanas: a la fábrica, al laboratorio, al
trabajo de la tierra, al taller del artesano, a las calles de las grandes ciudades y a los senderos de montaña».
Ése es nuestro cometido.

Terminamos nuestra oración acudiendo a la Madre de Jesús, nuestra Madre. «¡Oh María!, hoy tu tierra nos
ha germinado al Salvador... ¡Oh María! Bendita seas entre todas las mujeres por todos los siglos... Hoy la
Deidad se ha unido y amasado con nuestra humanidad tan fuertemente que jamás se pudo separar ya esta
unión ni por la muerte ni por nuestra ingratitud». ¡Bendita seas!