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23 abril 2024

San Adalberto; San Jorge

En la vida del mártir San Adalberto, obispo de Praga, apóstol de Hungría, Polonia y Prusia, escrita por dos
contemporáneos suyos, encontramos algo de la pureza, simplicidad e intransigencia de la naturaleza
angélica, que acusa siempre cierta inadaptabilidad en contacto con la naturaleza humana. El ángel, íntegro,
simple y puro, que contempla continuamente la faz de Dios, es terriblemente exigente ante nuestra flaqueza e
inconstancia. No en vano Cristo, para comprendernos mejor, según afirma el Apóstol, asumió nuestra
naturaleza.

De hecho, San Adalberto sólo fue plenamente feliz los pocos años que pudo llevar en el claustro una vida
angélica, Nacido para el silencio, la contemplación y la alabanza divina, se halló siempre violento en medio
de un mundo malo, que no llegó a comprender y del que tampoco fue comprendido.

Nacido en Libice (Bohemia) en 956, de la nobilísima y muy cristiana estirpe checa de los Slavnikos,
recibió en el bautismo el nombre de Vojtech. Colocado sobre el altar de la Virgen, sanó de una terrible
enfermedad, y en aquel momento sus padres, que por su radiante hermosura le habían destinado al siglo,
hacen voto de consagrarle a Dios.

Si en los primeros años de su niñez nos lo describen sus biógrafos aprendiendo la ley divina y de
memoria el Salterio entero, que será el alimento de toda su vida, en sus estudios con el obispo de
Magdeburgo (972-981) le contemplamos consagrado a la piedad, a la limosna y al ejercicio de todas las
virtudes. Mientras los demás jugaban él se deleitaba "saboreando las dulzuras del néctar de David", y cuando
comían él se saciaba del manjar angélico. Al ser aquí confirmado, el obispo le impuso su propio nombre de
Adalberto.

Un hecho de este tiempo nos demuestra la extremada inocencia y simplicidad de su alma angélica.
Volviendo un día de la escuela, un compañero, jugando, le hizo caer sobre una muchacha. Adalberto llora
amarga e inconsolablemente, creyendo que aquel simple contacto le relaciona ya para siempre con aquella
niña. "Este me ha hecho casar", exclama entre sollozos el cándido adolescente, ante sus compañeros
sorprendidos de tanta simplicidad.

Terminados sus estudios y fallecido el arzobispo Adalberto, vuelve a Praga, donde ingresa en el estado
clerical. Allí asiste a la terrible muerte del obispo Dietmaro, que le impresiona profundamente. El príncipe y
el pueblo se reúnen en seguida para elegirle sucesor. El voto unánime designa a Adalberto (983).

En la fiesta de los Príncipes de los Apóstoles es consagrado por el obispo de Maguncia. En honor del
mártir San Wenceslao entra descalzo en su sede, aclamado por todo el pueblo.

Allí se esfuerza con ayunos, limosnas, y sobre todo con su continua y ferviente oración e incesante canto
de salmos, para conseguir de su pueblo lo que no logra ni con su ejemplo ni con su predicación. Asustado
ante el pecado, crimen y perversión de los suyos, llora, exhorta, conmina Llegando a desesperar de la
salvación de las almas que tiene encomendadas, teme por la suya propia. Lo abandona todo y corre a Roma.
"Mi grey no quiere escucharme, mis palabras no echan raíces en aquellos corazones; allí la justicia es la
fuerza; la ley, la voluntad", exclama postrado ante el papa Juan XV. "Hijo —le dice el Papa—, ya que no te
quieren seguir, deja lo que te daña... si no puedes aprovechar a los demás no te pierdas a ti mismo". Y con la
bendición del Sumo Pontífice, se dispone a peregrinar, pobre e ignorado, hacia Jerusalén. Pero el abad de
Montecassino le desaconseja tan largo viaje, aunque no consigue retenerlo en aquel cenobio, pues es
reconocido como obispo.

Llama a las puertas de Grottaferrata, pero San Nilo le da una carta para el abad León, del monasterio de
San Bonifacio y San Alejo, sito en el Monte Aventino. Allí es recibido y, después de dura prueba, puede
profesar juntamente con su hermano Gaudencio en la noche pascual del año 990.

Ha logrado, por fin, su vehemente deseo. El obispo ha desaparecido del todo, sólo se ve al humilde
monje, servidor de la cocina, encargado de traer agua, de lavar las manos a todos y de "servirles en todo”.

Poco duró su felicidad. A instancias del obispo de Maguncia y de sus volubles diocesanos, el Papa le
ordena volver a su sede (992). Se despide con lágrimas y profundo dolor de sus hermanos y logra llevarse
consigo a doce monjes, con los cuales funda cerca de Praga el monasterio de Brevnov. Prometiendo
solemnemente la enmienda, los suyos le reciben en triunfo. Vuelve otra vez a trabajar, llorar, exhortar y,
sobre todo, a orar sin tregua. ¡Todo inútil! Las costumbres paganas y la crueldad de sus súbditos le abruman,
le aturden, y, transcurrido poco más de un año, no pudiendo resistir más, se fuga otra vez a su querido
monasterio. Allí es recibido por el abad y los monjes con un gozo inmenso.. "Es verdaderamente un santo" se
decían los monjes, Y, expresando un deseo general de todos los que tendían a la perfección, añadían: "Sólo
le falta el martirio". En efecto, el Señor se lo iba preparando.

Instigado por diversas partes, y sobre todo por una solemne delegación de Bohemia, Gregorio V, que
había sucedido a Juan XV, manda de nuevo al monje-obispo emprender el camino de su patria.

Las guerras, disensiones y crímenes en que está sumida la Bohemia obligan a Adalberto a refugiarse en
Maguncia, en la corte de Otón III, con quien había contraído una íntima amistad en Roma. No pierde el
tiempo en aquella forzosa espera. Se convierte en apóstol de aquella corte y platica largas horas con el
emperador. Visita a San Martín en Tours, a San Benito en Fleury y a San Dionisio en París. Y en rápida
excursión apostólica se llega hasta Hungría para predicar a Cristo.

Por fin recibe una misión de los suyos que le dice paladinamente que no quieren recibirle. Los males y
disensiones continúan, Sus ancianos padres y todos sus hermanos han sido vilmente asesinados en una
refriega con el partido contrario de los Premyslidos. "¿A qué quieres venir? —le dicen imprudentemente los
emisarios—. ¿Es que, so capa de santidad, quieres vengarte de los tuyos? No te queremos, somos pecadores,
gente de dura cerviz..." Adalberto, lleno de gozo, exclama: "Señor, has roto todos mis lazos; te inmolo la
gloria y el sacrificio de alabanza".

Ya nada le detiene. El celo de las almas y la sed de martirio le empujan. Ayudado por el duque Boleslao
pasa a Polonia, donde funda el monasterio de Meseritz, y de allí a Prusia. Se detiene en Danzig, donde
convierte a una ingente multitud, predica, bautiza y celebra los divinos misterios. Despide luego el
acompañamiento que le ha prestado el duque, y con sólo su hermano Gaudencio y otro monje se adentra más
y más hacia aquellas regiones inhóspitas y feroces del Septentrión, predicando a Cristo sin cesar.

Un día, mientras está cantando sus salmos en una isla, cerca de Fischausen, es derribado por un terrible
golpe en la espalda que recibe como un feliz presagio. "Poco, a la verdad, es esto —exclama levantándose—,
pero, por lo menos, he merecido recibir un golpe por mi Crucificado."

Pasa al otro lado, y entra en una población. Reúnense en torno suyo las gentes y con gritos y amenazas le
preguntan quién es y qué quiere. El responde sereno e imperturbable: "Soy un hijo de Bohemia, de nombre
Adalberto, monje de profesión, antes obispo y ahora vuestro apóstol..." Enloquecidas aquellas gentes no le
dejan continuar, golpean el suelo con sus báculos, vomitan blasfemias y le obligan a abandonar su país si
quiere salvar la vida.

Se embarcan de nuevo. Gaudencio tiembla con sueños de martirio. Cantando salmos —dice el
biógrafo— van abreviando el camino. Llegan una mañana a una pradera. Gaudencio celebra la misa.
Adalberto comulga y luego, murmurando otra vez un salmo, quedan profundamente dormidos. Una turba de
paganos se les echa encima cerca de Elbing. Son atados fuertemente a unos árboles. "No os entristezcáis —
dice Adalberto a sus compañeros—; ¿puede haber cosa más grande, más bella, más dulce que ofrecer la vida
por el dulcísimo Jesús?"

El sacerdote de los ídolos que dirige la horda da la señal blandiendo el primer dardo. Sacan los demás sus
lanzas. "Un río purpúreo sale impetuoso de siete profundas heridas”. Desátanle sus vínculos. Adalberto
extiende los brazos y ora por sus perseguidores. De pie, como su padre San Benito, muere murmurando una
oración: "Señor, ayúdame, escucha mi oración... perdónalos, pues no saben lo que hacen...; que no sea
infructuosa mi pasión ni para mí ni para ellos... Amén".

Era el viernes 23 de abril del 997. Adalberto pasaría poco de los cuarenta años. Su cuerpo, rescatado por
el duque Boleslao, fue trasladado con gran pompa a Gnesen, donde su amigo y admirador Otón III vino a
venerarle. Más tarde se le trasladó a Praga.

ADALBERTO FRANQUESA

* * *
San Jorge, mártir, Nicomedia, 303

Los santos jóvenes —los de nuestro siglo— difícilmente podrían venir al mundo de incógnito. Sus
fotografías, el rostro de los santos, corren de mano en mano y nunca faltan más o menos retocadas en la
cubierta de sus vidas. Cosa que no pasa con los santos veteranos. San Jorge, por ejemplo, podría pasearse
tranquilamente a pie o a caballo, y hasta pasar a nuestro lado con cara de labriego holandés, viajante
florentino o distinguido militar, sin que lográramos identificarle.

En los archivos de los historiadores —esos pobres hombres que se pasan la vida masticando polvo de
biblioteca— la ficha de San Jorge casi está en blanco. Los más sabihondos sólo han puesto, y a lápiz, estas
palabras: "Mártir en Oriente a principios del siglo IV". No es de extrañar. Nosotros apuntamos en un papel el
día y la hora de visita al dentista, la dirección del notario, pero ningún novio, para no olvidarse, apunta en su
agenda el día de su boda, ni ninguna madre escribe en una libreta el día del cumpleaños de su hijo. Las
fiestas grandes se recuerdan fácilmente. Y los grandes santos —a San Jorge le llaman en Oriente "el Gran
Mártir"— no han tenido necesidad de huellas dactilares ni de partida de nacimiento, legalizada y todo, para
sobrevivir al tiempo. Estad seguros: la vida de San Jorge no la hallará nunca nadie en los mamotretos sin
color, calor ni vida de los beneméritos historiadores.

Todos los caminos van a Roma, decimos frecuentemente. Y es verdad. Pero tened cuidado y mirad qué
camino escogéis para seguir la vida de San Jorge. ¿A qué viene enterarse que en Lydda hubo un templo
dedicado al Santo, que una inscripción del siglo VI nos habla de sus reliquias, que su fama era inmensa en
Oriente, que los reyes merovingios, al establecer su árbol genealógico, se creyeron descendientes de un hijo
de San Jorge, que en Regensburg tenía una capilla dedicada desde la época de la ocupación romana, que
Ricardo Corazón de León le nombró patrono de los cruzados y que éstos extendieron su culto por Occidente?

Encontré hace años una pista de la vida de San Jorge. Desde entonces el 23 de abril vuelvo a reseguirla
cada año. Y cada año, al atardecer, vuelvo a casa contento.

Día 23 de abril. Barcelona. Son las cinco de la tarde. Estamos en la Plaza Nueva. Aquí, junto a la catedral,
empieza nuestro itinerario. Es corto. Pavimento enlosado y afortunadamente sin vehículos. Muchas personas
siguen el mismo camino. Voces atipladas de niños dialogan alegres con sus madres. Setenta pasos bordeando
la catedral y una calle estrecha, pacífica, serena. Una fila larguísima avanza pausadamente, sonrientemente.
Aquí, en esta calle —la calle del Obispo—, camino de la Diputación, donde se venera la reliquia del Santo,
es fácil recordar, vivir la Historia. La cuentan las madres a los niños. Y las madres nunca engañan.

"San Jorge nació lejos, muy lejos, cerca de la tierra de Nuestro Señor. Su padre era un labrador muy rico,
con muchos criados y muchas tierras. Su madre era muy buena. El pequeño Jorge siempre hacía lo que le
mandaban y traía siempre buenas notas. Cuando mayorcito, el pobre se quedó sin padre y sin madre. Tenía
veinte años. Y le hicieron capitán. Sabía mucho de guerra y siempre le condecoraban. Era el capitán más
joven y más guapo. El emperador le quería mucho. Pero el emperador era malo. Y un día mandó matar a
todos los cristianos del mundo. Él no sabía que San Jorge lo era, aunque todos notaban en él algo especial.
Jorge, el capitán Jorge, no pudo aguantar aquello. Se puso las mejores ropas, entregó sus bienes a los pobres
y fue y le dijo al emperador unas cuantas cosas delante de todos los ministros del Imperio. El pobre
emperador —se llamaba Diocleciano— no supo qué contestar. Pero montó en cólera y gritó: "Ahora sabrás
lo que es bueno". Le metió en la cárcel y empezaron a azotarle como a Nuestro Señor. San Jorge se acordó
de Jesús y ni abrió la boca. Se cansaron los verdugos de azotarle. Y él nada, seguía sin gritar y sin llorar.
Todos los de la cárcel decían: “Es un valiente. Vale la pena ser cristiano". Corrieron a decírselo al
emperador. Entonces..."

(La calle está jalonada de trecho en trecho por mozos de escuadra. Altos; pantalón, chaleco, chaquetilla
corta azul turquesa con trencilla blanca y vivos grana, alpargatas blancas con cintas azules, chistera con un
ala levantada y sujeta por una escarapela con un escudo, tienen un aire marcial distinguido y una sonrisa
familiar que no aleja. No usan armas; hoy encajarían mal en esta calle con rosas de San Jorge, que el prelado
ha bendecido por la mañana, en todas las solapas. Los mozos de escuadra (un capitán, un teniente, cuarenta
mozos), al hablar de San Jorge, de su San Jorge, muestran satisfactoriamente que su Patrón fue un valiente.)

"Entonces vino un nuevo tormento: le enterraron en un hoyo que estaba lleno de cal viva. Sus últimas
palabras fueron: "Dios mío, escucha mi oración; haz que te ame siempre y envía un ángel que me libre ahora,
como un día lo hiciste con los tres jóvenes que un rey malo metió en un horno de fuego. Le enterraron
mientras hacía la señal de la cruz. Nuestro Señor siempre escucha cuando se le reza. A los tres días el
emperador se enteró de que el capitán Jorge vivía y seguía amando a su Dios.

Y más tormentos: le pusieron unas sandalias ardiendo al rojo vivo, le dieron veneno... El siempre rezaba y
el Señor siempre le escuchaba.

Otro día le metieron en un templo de los dioses falsos. Entrar San Jorge y venirse al suelo las imágenes de
los dioses fue una misma cosa. El Señor estaba con él. Finalmente, le cortaron la cabeza. Tenía ganas de
estar con Jesús."

(Poco a poco hemos ido subiendo. En el patio, quince naranjos que le dan nombre contrastan con los
animales feroces de las gárgolas. Un surtidor brota encima de una imagen de San Jorge a caballo. La melodía
del órgano, cada vez más próxima, prepara el ánimo para la adoración de la reliquia del Santo. Dos
seminaristas la dan a besar. Los fieles al venerarla —una reliquia que donó a la Diputación el embajador de
Felipe II en Alemania—, oyen las palabras: "San Jorge, rogad por nosotros”. En el altar una imagen de San
Jorge, armadura articulada, oro, plata, cara policromada, recuerda lo de siempre: la vida del hombre sobre la
tierra es milicia, es lucha.)

La leyenda es la historia de los iletrados. Símbolo siempre y lección constante. La de San Jorge es el
mensaje luminoso y siempre actual mensaje que los cruzados sacaron de la imagen del Santo, tan venerada
en Oriente. El Santo a caballo mata un dragón y salva a una doncella. Desde entonces cuentan que había un
dragón que desolaba una ciudad. Vivía junto a un lago. Su aliento era mortal. Para mantenerle alejado de la
ciudad le llevaban todos los días primeros reses y luego personas. Un día le tocó a la hija del rey. Mal día
para el rey. Mejor, buen día para todos. Porque, sin saber cómo, de pronto se presentó un guerrero y en el
nombre del Señor Jesús mató el dragón. La ciudad respiró y desde entonces empezó para ellos una nueva
vida. La doctrina de Jesús que les enseñó San Jorge les hizo libres.

¿Leyenda? ¿Parábola? Mensaje de ayer, mensaje de siempre.

(En este momento —son las seis— el carillón de la Diputación lanza su melodía. En el patio treinta y seis
puestos de flores —los que por la mañana han concurrido al concurso de la flor de San Jorge— siguen
ofreciendo rosas. Es imposible pasar de largo. Una rosa de San Jorge recuerda a los que deben dar testimonio
—todos— la vida de un mártir, de un testigo de Cristo. Un mártir que es patrono.)

¿Por qué, si no, las madres cuentan a sus hijos la vida de San Jorge?

JORGE SANS VILA