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20 abril 2024

BEATA ODA († 1198)

Pérez de Urbel, Año cristiano

En el pórtico románico, las arpías y los centauros asoman su cara burlona por entre el follaje. Las gentes
se apiñan con trajes de fiesta y con aire de alegría: los viejos, con sus amplias capas; las mujeres, con sus
mantillas negras; las muchachas, con sus trapillos más relucientes. Alrededor del templo y a las puertas de
las casas cercanas se ven caballos enjaezados y jumentos que meditan, indiferentes a la algazara que se
levanta cerca de ellos. La multitud se remueve. ‘Taso, taso”, murmuran algunas voces. Han llegado el
sacerdote y sus ayudantes. Libro, estola, hisopo, cruz, luminarias. En una bandeja se amontonan las monedas
de oro, verdaderos sueldos, que vale, cada uno, una oveja bien cebada. Pero falta alguien. La concurrencia
empieza a impacientarse; algunos cuellos se estiran a través de los arcos. No se ve nadie. Un poco después
llega un muchacho jadeando y preguntando por el señor Wiberto. El señor Wiberto recoge unas palabras que
le dicen al oído, y parte volando. La gente, entretanto, charla en el atrio haciendo cábalas. “¿ Qué le habrá
pasado a la novia ? ¿ Se habrá puesto enferma ? Me temo que esa chica nos va a hacer alguna.” Contra lo que
pensaban muchos, la novia apareció arrastrada, más que traída, por su padre. Los ánimos se calmaron y
empezó la ceremonia. ‘‘Señor Simón—dijo el presbítero dirigiéndose a un apuesto mancebo cuyo rostro
irradiaba los reflejos de la felicidad—, ¿queréis recibir por vuestra mujer legítima, según el rito de la santa
Iglesia, a esta que aquí tenéis presente?” Tres veces repitió el clérigo la pregunta, y tres veces respondió el
joven afirmativamente. Llegó su vez a la novia: “Señora Oda—preguntó el oficiante—, ¿queréis por legítimo
marido a este hombre?” La interpelada enrojeció, bajando los ojos. Nadie oyó el menor bisbiseo. Siguióse un
silencio profundo, y el sacerdote reiteró la pregunta, con el mismo resultado que la primera vez. La
concurrencia estaba llena de ansiedad; se veía a los niños subirse a los arcos para ver mejor la escena, a las
personas mayores erguir las cabezas y sostenerse sobre las puntillas de los pies; a unos, ansiosos por el
sobresalto, y a otros, preocupados por el pensamiento de que ya no habría boda, ni banquete, ni música, ni
danza.

El sacerdote iba a dirigir por tercera vez la pregunta del ritual, cuando una vieja se le adelantó, diciendo a
la muchacha: “No seas boba, mi querida niña, ni hagas caso de la gente; todas hemos pasado por este trance,
y ya ves, no hay más que decir un sí. Es la cosa más fácil del mundo.” “Eso no—interrumpió Oda, dispuesta
a resistir con todas sus fuerzas—; me están haciendo pasar un martirio; pero si es que mi palabra tiene algún
valor, os diré que no quiero ni a este hombre ni a ningún otro. Mi esposo le tengo escogido ya, y hace tiempo
que estoy casada.”

Hubo un momento de estupor; después, un revuelo general. “No quiero nada con esa necia”, dijo el novio,
despechado; y montando en uno de los caballos que allí había, huyó a galope; el señor Wiberto echó a correr
tras él; los clérigos se metieron en la iglesia, las arras rodaron por el suelo, recogidas por algunas mujeres, y,
seguida por la multitud de los convidados, Oda se dirigió a su casa, entró en la habitación de sus padres y se
cerró por dentro. En aquel cuarto la habían ataviado un poco antes con las galas de desposada. Todavía se
veían por el suelo hojas y pétalos de la guirnalda, velos y ceñidores sobre la cama, y, en el aire, esencias de
bálsamo y de violeta. La estancia reflejaba una posición desahogada y casi opulenta: alfombras, cortinaje de
seda, un arcón de nogal, una cómoda, sobre ella un espejo con marco de plata, jarrones con flores, una cruz
en la cabecera y enfrente una panoplia.

Oda arrojó al suelo la corona nupcial, se despojó de los odiosos vestidos y cayó de rodillas. Fuera, un
murmullo de gritos y comentarios, sobre los cuales se oyó pronto una voz imperiosa e iracunda. “¿Dónde está
esa miserable?—clamaba—. Vamos a ver quién manda aquí. Que no se marche nadie; hemos matado pollos,
corderos, palomas, y además una vaca. Habrá boda, o el caballero Wiberto no es ya nadie.” “No habrá boda”,
dijo la joven en su interior al oír estas voces de su padre; y, levantándose con resolución, descolgó la espada
suspendida en el muro, y mirándose al espejo para asegurar el golpe, se cortó la nariz de un tajazo. En este
momento sonaron golpes a la puerta. Ella no pudo abrir: había caído desmayada por la violencia del tajo. Su
rostro se había convertido en una fuente roja. Entretanto, los de fuera forcejeaban, golpeaban, gritaban. Al fin,
la puerta cedió, y entonces vieron a la niña tendida en el suelo, con la espada a su lado, la frente pálida y la cara
inundada de sangre. La sangre corría por la habitación, dejando charcos humeantes. Y empezaron los llantos.
Ni el mismo padre pudo contener las lágrimas... Esto sucedió en un pueblecito belga del Henau, alrededor del
año 1130.

Unos meses más tarde, dos frailes premostratenses se hospedaron en casa del caballero Wiberto. Oda les
sirvió la leche con mantequilla al desayuno, y por la noche la sopa humeante, la fuente de nabos y el plato de
cordero. Mientras ella iba y venía, su padre hablaba con los religiosos; hablaron de aquella cicatriz rojiza que
surcaba el rostro de la joven: “Siempre que se la veo—decía Wiberto—me dan ganas de echarme a llorar.” Y
contó la historia de la boda, la resistencia de su hija y aquella terrible hazaña. Los dos frailes se
emocionaron. “Es algo heroico—se decían—; las viejas crónicas nos hablan de mujeres que se mutilaron
para conservar su virginidad; pero tal vez los cronistas exageraron; esto, en cambio, lo vemos con nuestros
propios ojos, es de hoy, nadie lo puede negar.”

Gracias a los buenos servicios de aquellos frailes, Oda entró de monja en un convento que había en aquella
tierra y que se llamaba de la Buena Esperanza. Desde el primer momento, todo su afán fue mortificarse con
aquella brava energía que había tenido para afearse la cara. El exceso de austeridad empezó pronto a reflejarse
en su salud: la cabeza se le llenó de una costra repugnante, el rostro se le cubrió de erupciones amarillentas, y el
cutis, más claro antes que el cristal, según la expresión del biógrafo, apareció ahora hinchado, deformado y
purulento. No tardó en correr por el convento una palabra terrible: Lepra, lepra. La pobre monja temblaba.
¿Qué harían con ella? ¿Adonde la arrojarán? La lepra era incurable para los doctores de aquellos días. Con toda
su extraña farmacopea, el eléboro, los baños de azufre, la carne de víbora, el arsénico, no habían logrado curar
un solo leproso; y el miserable a quien atacaba la enfermedad de San Lázaro debía resignarse a renunciar a toda
sociedad humana, a vivir como un paria, vestido de una esclavina gris y agitando eternamente con su mano
enguantada la carraca macabra, el tartavelo, que anunciaba a los transeúntes su presencia. Era un muerto al
mundo. Al secuestrarle, se le llevaba a la iglesia cubierto de un paño negro, se le cantaba el “Libera” como a los
difuntos, se le conducía procesionalmente a la cabaña donde había de vivir, y allí se le leían los terribles
anatemas que le separaban del número de los vivos; se le arrojaban tres puñados de tierra sacada del
cementerio, y se plantaba una cruz a su puerta. Para él todo había acabado.

Y Oda estaba leprosa. Lo dijeron sus compañeras, lo confirmó la priora y lo decretaron los médicos; y ella
se sometió a la sentencia. Pacientemente, alegremente, recibió la carraca ignominiosa, y se retiró al tugurio
levantado para ella en el fondo del bosque. Y allí vivió día tras día, recogiendo el alimento que una mano
rápida y temerosa le dejaba todas las tardes a la puerta; sin ver a nadie, sin hablar con nadie, en la más
espantosa soledad. Pero, ¡ah!, todavía le era dado mirar por una estrecha ventana un jirón del cielo de su
país, aquel cielo de un azul maravillosamente tierno, teñido con vapores de oro. Y era tan feliz, que cuando
un día le dijeron que ya estaba sana y que podía de nuevo hablar con las gentes, el alma se le llenó de
angustia. Entonces la hicieron priora del convento; y fue una priora dulce, amable y prudente. Jamás se
acordó de que habían sido injustos con ella; ni pensó en los desprecios de otros días. No tenía nariz,
ciertamente, pero tenía un gran corazón.