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4 mayo 2026

El Defensor que enviará el Padre os lo enseñará todo

Juan 14,21-26

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: "El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama; al que me ama lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a él." Le dijo Judas, no el Iscariote: "Señor, ¿qué ha sucedido para que te reveles a nosotros y no al mundo?" Respondió Jesús y le dijo: "El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho."

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“Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él”. Cuando nos esforzamos por seguir dócilmente la voz del Espíritu Santo, nuestra alma se llena de paz y de alegría.

En la intimidad de la Última Cena, Jesús ofreció a sus discípulos algunas enseñanzas con sabor a despedida y a testamento final.

Jesús se refiere al profundo misterio de la presencia de Dios en el alma. En el Antiguo Testamento el Señor se dio a conocer progresivamente al pueblo de Israel y prometió permanecer en medio de él. Esta presencia estaba especialmente significada en el Santo de los Santos, el lugar más sagrado del templo de Jerusalén. Ahora Jesús anuncia una nueva forma de presencia en cada persona, con tal de que ame y guarde sus palabras, para hacerse así templo en el que Dios habita, como recordaba san Pablo a los primeros cristianos: “vosotros sois el templo de Dios vivo, según dijo Dios: Yo habitaré y caminaré en medio de ellos, y seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (2 Co 6,16).

Esta presencia de Dios en el alma ha fascinado siempre a los santos, que se han sentido urgidos a corresponder a tanto amor de Dios por sus criaturas. Como explica san Josemaría, “la Trinidad se ha enamorado del hombre, elevado al orden de la gracia y hecho a su imagen y semejanza; lo ha redimido del pecado (…) y desea vivamente morar en el alma nuestra”[1]. ¿Somos conscientes habitualmente de esta verdad profunda, de esta presencia de Dios en nuestra alma en gracia? ¿Sabemos corresponder cada día con agradecimiento, con gestos de cariño y adoración? San Agustín aconsejaba: “En realidad Dios no está lejos. Tú eres el que hace que esté lejos. Ámalo y se te acercará; ámalo y habitará en ti. El Señor está cerca. No os inquietéis por cosa alguna”[2].

La presencia de Dios en el alma no puede separarse de la acción eficaz del Espíritu Santo. Por eso Jesús se refiere aquí a Él y lo llama el Paráclito. Este término griego significa literalmente el que camina en paralelo, mientras habla, sugiere y avisa. Por eso puede traducirse como “abogado” y “consolador”. Abogado porque intercede ante la justicia divina para obtener el perdón de nuestros pecados gracias a la pasión de Jesús; y también como “consolador” porque alivia nuestras aflicciones con sus sugerencias.

Cuando de verdad nos esforzamos por seguir dócilmente las sugerencias del Espíritu Santo, nuestra alma se llena de paz y de alegría, señales ciertas de la presencia divina, incluso en medio de las dificultades. Ojalá sepamos nosotros acudir siempre a esa presencia de Dios en el alma como una fuente de agua viva donde calmar toda nuestra sed, como la fuente donde recuperar una y otra vez la alegría y la paz que debemos llevar a todas partes.

[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 84.

[2] San Agustín, Sermón 21.