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30 marzo 2026

María tomó una libra de perfume de nardo

Juan 12, 1-11

Seis días antes de la Pascua, fue Jesús a Betania, donde vivía Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos. Allí le ofrecieron una cena: Marta servía y Lázaro era uno de los que estaban con él en la mesa.
María tomó una libra de perfume de nardo, auténtico y costoso, le ungió a Jesús los pies y se los enjugó con su cabellera. Y la casa se llenó de la fragancia del perfume.
Judas Iscariote, uno de sus discípulos, el que lo iba a entregar, dice: ¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios para dárselos a los pobres? (Esto lo dijo no porque le importasen los pobres, sino porque era un ladrón; y como tenía la bolsa llevaba lo que iban echando)
Entonces Jesús dijo: Déjala: lo tenía guardado para el día de mi sepultura; porque a los pobres los tenéis con vosotros, pero a mí no siempre me tenéis.
Una muchedumbre de judíos se enteró de que estaba allí y fueron no sólo por Jesús, sino también para ver a Lázaro, al que había resucitado de entre los muertos. Los sumos sacerdotes decidieron matar también a Lázaro, porque muchos judíos, por su causa, se les iban y creían en Jesús.

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“La casa se llenó de la fragancia del perfume”. María y Judas percibieron el mismo aroma: el buen olor de Cristo. Pero sus corazones eran muy distintos. Como ellos, también nosotros hemos recibido mucho amor de Jesús.

María y Judas percibieron el mismo aroma: el buen olor de Cristo (2 Corintios 2, 15). Pero la fragancia que salía del corazón de cada uno era muy distinta, y por eso, su modo de acoger el don del amor de Jesús también lo fue.

El Señor sabe que su paso por la tierra está llegando a su fin. Ha venido para amarnos hasta el extremo (Juan 13,1), como nos dirá san Juan en el capítulo inmediatamente posterior al que leemos hoy. Y por eso, porque ha venido para amar, en este momento sublime su corazón está particularmente sensible a las manifestaciones de amor que recibe.

María no se reservó nada. Probablemente no era consciente de todo lo que iba a pasar en los próximos días. Su intuición quizás le indica que algo importante podía suceder en breve, pero seguramente no dimensionaba todo lo que iba a suponer el Misterio Pascual.

Sin embargo, ahí está, sin condiciones, sin regateos. No sabe lo que se viene, pero tampoco calcula. Ha recibido mucho amor de Jesús, y lo único que le importa es intentar acercarse a ese modo de amar con todo lo que tiene: su mejor perfume, sus cabellos. Porque también la belleza femenina puede ser —debería ser— un homenaje a Dios.

Judas también ha recibido mucho amor de Jesús. Sin embargo, su corazón se ha ido cerrando poco a poco a esa fuente de luz y de calor. Ahora mismo, su alma está oscura y fría. Por eso, ni la más fina de las fragancias, ni la más espléndida sonrisa del Señor consiguen ya hacerlo reaccionar. Sus sentidos están tan distorsionados, su vida está tan descentrada, que acabará aceptando vender a Jesús por treinta monedas, cuando, según él, el perfume valía trescientos denarios.

Inmersos de lleno en la Semana Santa, podemos acercarnos al Misterio Pascual, ya inminente, confrontando nuestra vida con los dos personajes que nos presenta hoy la Iglesia. Como ellos, también nosotros hemos recibido mucho amor de Jesús. Con sinceridad, con valentía, preguntémonos si de verdad retribuimos al Señor con todo lo que tenemos: alma, cuerpo, tiempo y corazón. Solo rompiendo el frasco, sin guardar nada, podremos cantar con san Pablo: “gracias sean dadas a Dios, que siempre nos hace triunfar en Cristo y por medio de nosotros manifiesta el aroma de su conocimiento en todo lugar” (2 Corintios 2, 14).