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Lucas 19, 41-44
En aquel tiempo, al acercarse Jesús a Jerusalén y ver la ciudad, le dijo llorando: "¡Si al menos tú comprendieras en este día lo que conduce a la paz! Pero no: está escondido a tus ojos. Llegará un día en que tus enemigos te rodearán de trincheras, te sitiarán, apretarán el cerco, te arrasarán con tus hijos dentro, y no dejarán piedra sobre piedra. Porque no reconociste el momento de mi venida".
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1º. Jesús, eres el verdadero Dios: creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible.
Sin embargo, no eres un ser lejano, inalcanzable, al que sólo se puede servir o admirar, pero no imitar.
No: Tú eres, a la vez, verdadero hombre; y te alegras, te entristeces y conmueves ante sucesos que puedo entender y aplicar a mi propia vida.
Más: mi conducta no es una gota intrascendente, perdida en un océano de heroísmo y villanías; mi comportamiento tiene un valor inmenso, porque –en cierto sentido- afecta a Dios.
Jesús, Tú no lloras por los muros del templo ni por las murallas de la ciudad, que -en cumplimiento de tu profecía- los romanos destrozaron hacia el año 70.
Tú lloras -y aquí está la trascendencia- porque aquellas gentes no han sabido reconocerte como Mesías; porque no saben lo que les lleva a la paz.
Tú lloras.
Y eres Dios.
¿Cuántas veces te he hecho llorar con mi comportamiento egoísta?
Porque si mi falta de generosidad y la ceguera espiritual que produce mi egoísmo te hacen sufrir así, yo no necesito más ar¬gumentos para cambiar de conducta.
Jesús, Tú sabes bien qué es lo que me lleva a la verdadera paz y a la verdadera alegría: el reconocerte como Mesías y amarte sobre todas las cosas.
Pero no te impones a la fuerza: te muestras sólo a quien quiere conocerte.
El problema es que conocerte y amarte es un proceso que dura toda la vida, y que requiere una constante lu¬cha interior contra mis inclinaciones egoístas y mi soberbia.
Ésta es la gran paradoja cristiana: sólo el que lucha encuentra la paz; sólo el que pierde su vida la encontrará.
2º. A veces, cara a esas almas dormidas, entran una ansias locas de gritarles, de sacudirlas, de hacerlas reaccionar, para que salgan de ese sopor terrible en que se hallan sumidas. ¡Es tan triste ver cómo andan, dando palos de ciego, sin acertar con el camino!
Cómo comprendo ese llanto de Jesús por Jerusalén, como fruto de su caridad perfecta (Surco.-210).
Jesús, Tú lloraste sobre Jerusalén por el amor que tenías a tu pueblo -fruto de tu caridad perfecta-, al ver la dureza de esos corazones que se cerraban ciegamente a la luz de la gracia.
De la misma manera lloras de nuevo cada vez que un alma se aleja de Ti.
¿Y yo?
¿Me conmuevo también al ver tantas personas que se apartan del camino que lleva a la paz?
¿Tengo esa alma sacerdotal, esa vibración apostólica, esa sed de almas, que es propia de quien trata de imitar, tu caridad perfecta?
Jesús, si la vida espiritual de las personas que me rodean no me importa para nada, o no las amo, o no te amo, o las dos cosas a la vez.
¿Cómo quedarme tranquilo cuando es tan triste ver cómo andan, dando palos de ciego, sin acertar con el camino?
Pensar así no es soberbia, porque yo no me merezco el don de la fe que he recibido gratuitamente; es caridad: porque quiero que los demás -¡el mundo entero!- llegue a conocer el verdadero camino que conduce a la paz: el camino, la verdad y la vida.
Tú, por tanto, que deseas ser útil a las almas del prójimo, primero acude a Dios de todo corazón y pídele simplemente esto: que se digne infundir en ti aquella caridad que es el compendio de todas las virtudes, ya que ella te hará alcanzar lo que deseas (San Vicente Ferrer)
Jesús, aumenta mi caridad para que yo también me conmueva ante tanta gente que no te conoce, o que conocen -a lo más- una caricatura de la fe.
Y que esa mayor caridad no se quede en sentimientos más o menos piadosos, sino que se convierta en acciones de apostolado incesante con aquellas personas que conviven conmigo: en mi familia, en mi trabajo, en el lugar donde vivo.