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3 octubre 2026

Estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo

Lucas 10, 17-24

En aquel tiempo, los setenta y dos volvieron muy contentos y dijeron a Jesús: "Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre."
Él les contestó: "Veía a Satanás caer del cielo como un rato. Mirad: os he dado potestad para pisotear serpientes y escorpiones y todo el ejército del enemigo. Y no os hará daño alguno.
Sin embargo, no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo."
En aquel momento, lleno de la alegría del Espíritu Santo, exclamó: "Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo, sino el Padre; ni quién es el Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar." Y volviéndose a sus discípulos, les dijo aparte: "¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes desearon ver lo que veis vosotros, y no lo vieron; y oír lo que oís, y no lo oyeron."

***

1º. Jesús, los discípulos vuelven con alegría de su misión.
Han tocado con sus manos el poder de la gracia, y hasta los demonios se rinden al oír tu nombre.
El apostolado es una de las mayores fuentes de alegría.
Cuando por mi ejemplo y mi palabra de cristiano otras personas se sienten removidas y cambian de vida, Tú me llenas de alegría.
Sin embargo, aún mayor alegría me produce el saberme hijo de Dios; el saber que me quieres personalmente, por mi nombre; que mi nombre está escrito en el cielo.
Si el apostolado en sí es una gran fuente de alegría, aun mayor es el saberse amado, escogido.
Soy cristiano hijo de Dios, porque Tú has querido, y me has dado tu gracia para que crea en Ti, espere en Ti y te ame.
La alegría cristiana es una realidad que no se describe fácilmente, porque es espiritual y también forma parte del misterio. Quien verdaderamente cree que Jesús es el Verbo Encarnado, el Redentor del Hombre, no puede menos de experimentar en lo íntimo un sentido de alegría inmensa, que es consuelo, paz, abandono, resignación, gozo. ¡No apaguéis esta alegría que nace de la fe en Cristo crucificado y resucitado! ¡Testimoniad vuestra alegría! ¡Habituaos a gozar de esta alegría! (Juan Pablo II).
Jesús, cuando me ves comportarme como un buen hijo de Dios -con amor a los demás, con afán apostólico- te llenas de una gran alegría, como ocurrió a la vuelta de esos setenta y dos discípulos: se llenó de gozo en el Espíritu Santo.
Yo también quiero darte alegrías, sólo alegrías.
Por eso, aunque a veces me cueste ser cristiano, he de seguir luchando para que Tú estés contento de mí.

2º. El canto humilde y gozoso de María, en el «Magnificat», nos recuerda la infinita generosidad del Señor con quienes se hacen como niños, con quienes se abajan y sinceramente se saben nada. (Forja.-608).
Madre, tu canto en el Magnificat es a la vez humilde y gozoso.
Humildad y alegría siempre van juntas, porque la alegría es una consecuencia de la humildad.
Madre, tú me enseñas a ser humilde, a hacerme niño delante de Dios.
Ayúdame a confiar en Dios como confían los niños, a pedirle lo que necesito como piden los niños, a amarle con ternura como los niños aman a sus padres.
Madre, me ayudas también a ser niño cada vez que me dirijo a ti para que me concedas un favor, me animes, o me acerques más a Jesús.
Cuando te rezo, me dirijo a ti como un niño se dirige a su madre, con seguridad y confianza.
Y al hacerme niño entiendo mejor los misterios de Dios, porque Él los revela con infinita generosidad sólo a los que se hacen pequeños, como niños.
Ayúdame, Madre, a ser humilde como lo fuiste tú: a saberme nada delante de Dios, a la vez que me siento «todo», porque mi nombre está escrito en el cielo, porque soy hijo de Dios, y con El -apoyándome en El, y en ti- lo puedo todo.
De esta forma, mi vida se llenará de seguridad, de paz y de alegría.
Una alegría que no puede quedarse encerrada en uno mismo, sino que se desborda necesariamente en el afán apostólico, en el deseo de que los demás encuentren también esa misma felicidad.
PABLO CARDONA