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21 octubre 2026

Al que mucho se le dio, mucho se le exigirá

Lucas 12, 39-48

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: "Comprended que, si supiera el dueño de casa a qué hora viene el ladrón, no le dejaría abrir un boquete. Lo mismo vosotros, estad preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre". Pedro preguntó: "Señor, ¿has dicho esa parábola por nosotros o por todos?" El Señor le respondió: "¿Quién es el administrador fiel y solícito a quien el amo ha puesto al frente de su servidumbre para que les reparta la ración a sus horas? Dichoso el criado a quien su amo al llegar encuentre portándose así. Os aseguro que lo pondrá al frente de todos sus bienes. Pero si el empleado piensa: "Mi amo tarda al llegar", y empieza a pegarle a los mozos y a las muchachas, a comer y deber y emborracharse, llegará el amo de ese criado el día y la hora que menos lo espera y lo despedirá, condenándolo a la pena de los que no son fieles. El criado que sabe lo que su amo quiere, y no está dispuesto a ponerlo por obra, recibirá muchos azotes; el que no lo sabe, pero hace algo digno de castigo, recibirá pocos. Al que mucho se le dio, mucho se le exigirá; al que mucho se le confió, más se le exigirá".

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“¿Quién es, pues, el administrador fiel y prudente a quien el amo pondrá al frente de la casa?”. Dios nos ha donado la creación para hacerla nuestro hogar, en donde poder vivir como una gran familia, la familia de los hijos de Dios.

El evangelio de hoy, en continuidad con el de ayer, recoge las otras dos parábolas exhortando a la vigilancia. Jesús se dirige a sus discípulos enseñándoles a cuidar al pueblo de Dios a ellos encomendado. Los invita a vivir desde la lógica del amor, de la atención, de la ternura, de la vigilancia.

Todo cristiano es administrador de los misterios de Dios: de la vida que nos ha dado, del amor intratrinitario en el que vivimos -hijos de Dios Padre en el Hijo por el Espíritu Santo-, de los talentos y capacidades con los que nos ha adornado, de las personas que nos ha confiado. Y nadie nos puede sustituir en esa tarea.

Cuando nos olvidamos de que todos esos bienes nos han sido confiados, cuando pensamos que los merecemos y no nos damos cuenta de por qué los tenemos, acabamos encerrados en nosotros mismos, llenos de nuestras soberbias, de nuestras envidias, de nuestros rencores, de nuestros juicios críticos. Y, entonces, no solo no cuidamos, sino que acabamos maltratando a los demás, incapaces de mirarlos con la mirada de Cristo.

Como señala Benedicto XVI, esta vigilancia significa “de un lado, que el hombre no se encierre en el momento presente, abandonándose a las cosas tangibles, sino que levante la mirada más allá de lo momentáneo y sus urgencias. De lo que se trata es de tener la mirada puesta en Dios para recibir de Él el criterio y la capacidad de obrar de manera justa. Por otro lado, vigilancia significa sobre todo apertura al bien, a la verdad, a Dios, en medio de un mundo a menudo inexplicable y acosado por el poder del mal. Significa que el hombre busque con todas las fuerzas y con gran sobriedad hacer lo que es justo, no viviendo según sus propios deseos, sino según la orientación de la fe”[1].

Jesús quiere que nuestra existencia sea fecunda, que no bajemos la guardia, para recibir con gratitud y maravillados todos los tesoros de su corazón. Quiere que estemos vigilantes para poner al servicio de los demás nuestros talentos y capacidades, nuestra sonrisa, nuestro perdón, nuestro trabajo diario, nuestra vida de fe, esperanza y amor.

Cristo nos presenta la vida como una misión: estar «al frente de la casa para dar la ración adecuada a la hora debida». Nuestra vida es una misión. Venimos a la tierra para algo, o más bien, para alguien: para nuestras familias, nuestras amistades, nuestros compañeros de trabajo, nuestros vecinos. De nuestro cuidado depende, en gran medida, la felicidad eterna de esas personas.

[1] Joseph Ratzinger-Benedicto XVI, Jesús de Nazaret II. Desde la entrada en Jerusalén hasta la Resurrección, p. 333-334.