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Lucas 11,42-46
«Dijo el Señor: «¡Ay de vosotros, fariseos, que pagáis el diezmo de la hierbabuena, de la ruda y de toda clase de legumbres, mientras pasáis por alto el derecho y el amor de Dios! Esto habría que practicar, sin descuidar aquello. ¡Ay de vosotros, fariseos, que os encantan los asientos de honor en las sinagogas y las reverencias por la calle! ¡Ay de vosotros, que sois como tumbas sin señal, que la gente pisa sin saberlo!” Un maestro de la ley intervino y le dijo: «Maestro, diciendo eso nos ofendes también a nosotros”. Jesús replicó: “¡Ay de vosotros también, maestros de la Ley, que abrumáis a la gente con cargas insoportables, mientras vosotros no las tocáis ni con un dedo”»
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“¡Ay de vosotros, que sois como sepulcros disimulados, sobre los que pasan los hombres sin saberlo!”. El Señor nos anima a ser humildes; a manifestar lo que somos y cómo estamos, para poder ser sanados.
Nos dice el Evangelio según san Juan que Jesús veía en los corazones de las personas que le seguían o alababan, y que sabía si realmente creían en él o no. En todas nuestras acciones hay algo que se ve y algo que no se ve, algo que queda oculto a los ojos de los hombres: nuestras intenciones y deseos, lo que nos mueve y lo que buscamos. Por eso, todos somos capaces de entender perfectamente de qué está hablando Jesús en el evangelio de hoy. No podemos decir que sus palabras vayan dirigidas al de al lado, pero no a nosotros. Porque, incluso a pesar de tener grandes y nobles deseos, ¿acaso no admitiremos que a veces hemos obrado simplemente para quedar bien ante los que nos veían?
Jesús habla de la justicia y del amor de Dios. Parecen palabras sencillas y claras. Pero las realidades a las que se refieren son muy profundas. Porque la justicia de Dios no se reduce a lo que nosotros entendemos por justicia. Ni el amor de Dios es como nuestro amor, tan frágil y limitado. Jesús echaba en cara a aquellos hombres “sabios” que no conocían la Ley, ya que su esencia era la justicia y era el amor, y esto era precisamente lo que no vivían.
¡Ojalá nuestras obras siempre saliesen de un corazón deseoso de justicia y lleno de amor de Dios! Esto quiere decir que las obras que sirven realmente para la vida y que transforman el mundo son las que salen de un corazón que quiere ser santo. La justicia de Dios es constancia en sus promesas, perseverancia en su amor, misericordia eterna. El Señor nos anima a ser humildes; a manifestar lo que somos y cómo estamos, para poder ser sanados; a amar como nos gustaría ser amados; a no exigir a otros algo que nosotros no estamos dispuestos a hacer. El orgullo y el fingimiento son como un muro que repele la gracia. Además, de nada nos servirá cara a la otra vida parecer irreprochables ante los hombres si realmente no deseamos e intentamos serlo, porque lo que mira y pesa Cristo, que es el que nos juzgará en su día, son los corazones.