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17 septiembre 2026

Sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor

Lucas 7, 36-50

En aquel tiempo, un fariseo rogaba a Jesús que fuera a comer con él. Jesús, entrando en casa del fariseo, se recostó a la mesa. Y una mujer de la ciudad, una pecadora, al enterarse de que estaba comiendo en casa del fariseo, vino con un frasco de perfume y, colocándose detrás, junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con sus lágrimas, se los enjugaba con sus cabellos, los cubría de besos y se los ungía con el perfume. Al ver esto, el fariseo que lo había invitado se dijo: "Si éste fuera profeta, sabría quién es esta mujer que lo está tocando y lo que es: una pecadora". Jesús tomó la palabra y le dijo: "Simón, tengo algo que decirte". El respondió: "Dímelo, maestro". Jesús le dijo: "Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, los perdonó a los dos. ¿Cuál de los dos lo amará más?". Simón contestó: "Supongo que aquel a quien le perdonó más". Jesús le dijo: "Has juzgado rectamente".
Y, volviéndose a la mujer, dijo a Simón: "¿Ves a esta mujer? Cuando yo entré en tu casa, no me pusiste agua para los pies; ella, en cambio, me ha lavado los pies con sus lágrimas y me los ha enjugado con su pelo. Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. Tú no me ungiste la cabeza con ungüento; ella, en cambio, me ha ungido los pies con perfume. Por eso te digo: sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor, pero al que poco se le perdona, poco ama". Y a ella le dijo: "Tus pecados están perdonados". Los demás convidados empezaron a decir entre sí: "¿Quién es esté, que hasta perdona pecados?" Pero Jesús dijo a la mujer: "Tu fe te ha salvado, vete en paz".

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“Por eso te digo: sus muchos pecados han quedado perdonados, porque ha amado mucho, pero al que poco se le perdona, ama poco”. Jesús no nos quiere perfectos: nos quiere enamorados. Por eso nuestras faltas no nos desaniman, sino todo lo contrario: nos llevan a dar gracias a Dios por experimentar una vez más su amor infinito.

El evangelio de hoy narra la escena de aquella mujer que, dolorida por sus pecados, se atreve a arrodillarse ante Jesús. Una mujer que llora, que besa y que unge los pies del Señor. Una mujer que rompe su vida vieja, que no se queda encerrada en su pasado, que no se desalienta y se deja curar. Una mujer que abre su corazón porque quiere amar de verdad y necesita el perdón de Dios. Una mujer que sueña con un corazón amante, con un corazón nuevo que pueda amar más y mejor. Una buscadora de amor apasionado.

Frente a ella un hombre, de cierta cultura, fariseo, que la juzga con dureza, que la desprecia, que no entiende sus gestos, ni tampoco la mirada misericordiosa del Señor. Un hombre incapaz de soñar.

Y Jesús, en medio de los dos. Con paciencia y amor le explica a Simón qué significa lo que ha hecho esta mujer: cómo a Dios lo que le duele es el corazón que se cierra a la misericordia, al perdón, porque es incapaz de reconocer los propios pecados; cómo “el lugar privilegiado para el encuentro con Cristo son los propios pecados” (Papa Francisco, El perfume de la pecadora, homilía en Santa Marta, 18 de septiembre de 2014).

Le enseña cómo Él estaba deseando que aquella mujer irrumpiese en el banquete sin pedir permiso, y se abrazase a sus pies. El deseo de Jesús era poder decirle: “han quedado perdonados tus pecados”.

Esta mujer nos enseña el modo adecuado de manifestar nuestro arrepentimiento y confesar nuestras miserias y pecados.

Necesitamos llorarlos, hacer nuestro el dolor de Dios por nuestros abandonos y desprecios. Ponernos a los pies del Señor y besar y ungir sus pies, con nuestro agradecimiento y nuestra adoración.

Jesús nunca se queda en la superficie de nuestra vida, va al fondo de nuestro corazón para sanarlo y que pueda volver a amar.