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Mateo 10, 34-11, 1
En aquel tiempo dijo Jesús a sus apóstoles: "No penséis que he venido a la tierra a sembrar paz: no he venido a sembrar paz, sino espadas. He venido a enemistar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; los enemigos de cada uno serán los de su propia casa.
El que quiera a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no coge su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará. El que os recibe a vosotros, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me ha enviado; el que recibe a un profeta porque es profeta, tendrá paga de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo, tendrá paga de justo. El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pobrecillos, sólo porque es mi discípulo, no perderá su paga, os lo aseguro".
Cuando Jesús acabó de dar instrucciones a sus doce discípulos, partió de allí para enseñar y predicar en sus ciudades.
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“Quien pierda por mí su vida, la encontrará”. La única manera de seguir al Señor es perder la vida por los demás, que es dar la vida por Él.
Las palabras de Jesús a veces sorprenden a los Apóstoles: “No he venido a traer la paz sino la espada”. El anuncio cristiano es una llamada exigente que afecta toda la vida del hombre, incluso las relaciones familiares.
La referencia al enfrentamiento en las familias traído por Jesús recuerda y cumple la profecía de Miqueas: “El hijo ultraja al padre, la hija se alza contra su madre, la nuera, contra su suegra: los enemigos del hombre son los de su propia casa. Pero yo miraré al Señor, esperaré en Dios mi salvador; mi Dios me escuchará” (Mi 7,6-7). No se trata de fomentar las divisiones sino más bien de poner el amor a Dios por encima de todo, a pesar de que a veces comporte sacrificios.
Seguir a Cristo en nuestra vida puede llevarnos a defraudar las expectativas de nuestros familiares o amigos, pero eso no tiene que asustarnos. El Señor se sirve de esas aparentes decepciones para confirmar que es Él quien mueve los corazones, quien guía a la plenitud de la felicidad en ese mundo.
Enseguida el Maestro ofrece la clave para entender este misterio: “Quien a vosotros os recibe, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe al que me ha enviado”. El amor a los demás tiene que ser el camino para amar a Dios. Se trata del mandamiento revelado en la última cena: “como yo os he amado, amaos los unos a los otros” (Jn 15,12).
Cuando nos cueste más amar a alguien podemos recordar esta verdad evangélica: el amor a Dios se realiza en el amor a nuestro próximo, no “como si fuera Él” sino como a Él. Amar al prójimo es amar a Dios.