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15 mayo 2026

Nadie os quitará vuestra alegría

Juan 16,20-23a

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: "Os aseguro que lloraréis y os lamentaréis vosotros, mientras el mundo estará alegre; vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría. La mujer, cuando va a dar a luz, siente tristeza, porque ha llegado su hora; pero, en cuanto da a luz al niño, ni se acuerda del apuro, por la alegría de que al mundo le ha nacido un hombre. También vosotros ahora sentís tristeza; pero volveré a veros, y se alegrará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestra alegría. Ese día no me preguntaréis nada."

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En la noche de Pascua la Iglesia canta el Pregón Pascual, expresión de la alegría por la victoria de Jesucristo: «¡Exulte el coro de los ángeles… Goce la tierra inundada de tanta claridad… resuene este templo con las aclamaciones del pueblo en fiesta!». Después de los tristes y dolorosos días de la Pasión, los apóstoles recuperaron la alegría al contemplar el rostro del Resucitado. En la última cena Cristo les había advertido: «Vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría (...) Os volveré a ver y se os alegrará el corazón, y nadie os quitará vuestra alegría» (Jn 16, 20-23). A pesar de fallar gravemente al amor de su Maestro, Jesús no les dejó encerrados en su desdicha. Salió de nuevo a los caminos, «disfrazado de forastero»[1], en busca de sus discípulos.

Ciertamente, la alegría es una aspiración grabada en nuestro ser. «Nuestro corazón busca la alegría profunda, plena y perdurable, que pueda dar sabor a la existencia»[2]. Los discípulos del Señor sabemos que en él se encuentra la alegría que buscamos. Este es un elemento central de la experiencia cristiana. Después de Pentecostés, la alegría se convierte para la primera comunidad en un estilo de vida, porque el gozo es un fruto de su presencia. «Todos los días acudían al Templo con un mismo espíritu, partían el pan en las casas y comían juntos con alegría y sencillez de corazón» (Hch 2, 46-47).

La alegría y el amor van de la mano. «El hombre no puede vivir sin amor», recordaba san Juan Pablo II al inicio de su Pontificado. «Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente»[3]. La alegría cristiana nace de saberse amados incondicionalmente por Dios. Él nos acoge, nos acepta y nos ama tal como somos. Ese amor personal sostiene una alegría que nada ni nadie nos puede quitar (cf. Jn 16,23). El Señor nos dice, desde el comienzo de nuestra vida: «Yo quiero que seas; es bueno, muy bueno que existas… Qué maravilloso que tú estés en el mundo»[4].

«Por tanto, hermanos, estad alegres en el Señor, no en el mundo», aconsejaba san Agustin. «Es decir, alegraos en la verdad, no en la iniquidad; alegraos con la esperanza de la eternidad, no con las flores de la vanidad. Alegraos de tal forma que, sea cual sea la situación en la que os encontréis, tengáis presente que el Señor está cerca; nada os preocupe»[5].

[1] Cfr. J.M. Ibañez-Langlois, Libro de la Pasión: «Jesús pero qué enamorado ha salido a los caminos en busca de apariciones disfrazado de forastero».

[2] Benedicto XVI, Mensaje para la XXVII Jornada Mundial de la Juventud (2012).

[3] San Juan Pablo II, Redemptor hominis, n. 10.

[4] J. Pieper, Las virtudes fundamentales. Cfr. Gn 1,31.

[5] San Agustín, Sermón «Estad siempre alegres en el Señor», PL 38, 933-935 (Liturgia de las Horas del 26 de Mayo)