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6 abril 2026

Comunicad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán

Mateo 28,8-15

En aquel tiempo, las mujeres se marcharon a toda prisa del sepulcro; impresionadas y llenas de alegría, corrieron a anunciarlo a los discípulos. De pronto, Jesús les salió al encuentro y les dijo: "Alegraos." Ellas se acercaron, se postraron ante él y le abrazaron los pies. Jesús les dijo: "No tengáis miedo: id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán."
Mientras las mujeres iban de camino, algunos de la guardia fueron a la ciudad y comunicaron a los sumos sacerdotes todo lo ocurrido. Ellos, reunidos con los ancianos, llegaron a un acuerdo y dieron a los soldados una fuerte suma, encargándoles: "Decid que sus discípulos fueron de noche y robaron el cuerpo mientras vosotros dormíais. Y si esto llega a oídos del gobernador, nosotros nos lo ganaremos y os sacaremos de apuros." Ellos tomaron el dinero y obraron conforme a las instrucciones. Y esta historia se ha ido difundiendo entre los judíos hasta hoy.

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En este lunes de Pascua la alegría por la resurrección de Jesús nos sigue desbordando, como les ocurrió a aquellas mujeres, “María de Magdala y la otra María”, al ver el sepulcro vacío y escuchar la noticia del ángel. Quedaron atemorizadas, pero no paralizadas. Sin ver a Jesús, obedecieron presurosas al mandato del ángel de anunciar la resurrección. Entre el temor y la alegría venció la alegría, porque creyeron, y por su fe, obedecieron. Todo sostenido por el amor incondicional al Maestro. Y enseguida fueron recompensadas: les salió al encuentro el mismo Jesús resucitado. Aquellas mujeres creyentes, alegres y obedientes, merecían un saludo del propio Jesús para recibir de él la serenidad. Ya les dijo el ángel: “no tengáis miedo”. Pero seguían atemorizadas. Por eso reciben por segunda vez el mismo anuncio, pero esta vez de labios del mismo Jesús. Y el amor les empuja a abrazarse a sus pies: “En el amor no hay temor, sino que el amor perfecto echa fuera el temor” (1 Juan 4,18).

A los guardianes del sepulcro no se les anunció nada: no era necesario, pues lo vieron todo. Y aunque parecían haber quedado como muertos, se levantaron para contar todo lo sucedido. En su anuncio no hubo alegría, solo miedo. La calma les llegó por el dinero recibido a cambio de no decir nada a nadie. ¿Que pudo ser de aquellos soldados amordazados por el soborno pero testigos de la Verdad?

Hoy nos enfrentamos ante estas dos reacciones: fe en Jesús resucitado y audacia para anunciarlo, o silencio a causa de la avaricia, “raíz de todos los males” (1 Timoteo 6,10). En los soldados se cumplió lo dicho por Jesús en la parábola del sembrador: “Lo sembrado entre espinos es el que oye la palabra, pero las preocupaciones de este mundo y la seducción de las riquezas ahogan la palabra y queda estéril” (Mateo 13,22). En las mujeres, ocurrió lo contrario: “Y lo sembrado en buena tierra es el que oye la palabra y la entiende, y fructifica y produce el ciento, o el sesenta, o el treinta” (Mateo 13,23). A otra María, la Madre del resucitado, le pedimos la fe y la audacia de aquellas mujeres, para “anunciar las obras del Señor” (Sal 118,17).