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Mateo 22, 34-40
En aquel tiempo, los fariseos, al oír que Jesús había hecho callar a los saduceos, se reunieron en un lugar y uno de ellos, un doctor de la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?».
Él le dijo:
«“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente”. Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.
En estos dos mandamientos se sostienen toda la Ley y los Profetas».
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La Ley y la Cruz
La expresión «quebrantamiento de la ley» nos sugiere un incumplimiento de las normas. Pero hay otro modo de romper la ley. Cristo –lee a san Pablo, y te lo explicará mejor que yo– rompió la Ley de Dios, la reventó, y la hizo saltar en pedazos. Pero no la incumplió.
Amó hasta el extremo (Jn 13, 1). Al llevar el mandamiento hasta el extremo, rasgó sus costuras, y lo abrió a los abismos del Amor divino.
Decía la Ley: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente. Pero, para amar así, es preciso que corazón, alma y mente se mantengan enteros. En la Cruz, el corazón de Cristo fue taladrado, su alma fue anegada en tristeza, y su mente circundada de espinas. Y ofreció Cristo al Padre un corazón roto, un alma abatida y una mente exhausta.
Decía la Ley: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Pero Cristo se entregó a sí mismo a la muerte para amarnos. Se inmoló, consagró su vida al Padre desde un monte cubierto de tinieblas para que fuésemos liberados del poder del Maligno.
La Ley quedó rota, y los caminos del Amor abiertos.