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Mateo 13, 47-53
En aquel tiempo, dijo Jesús al gentío: «El reino de los cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge toda clase de peces: cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan, y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran.
Lo mismo sucederá al final de los tiempos: saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno de fuego. Allí será el llanto y el rechinar de dientes.
¿Habéis entendido todo esto?». Ellos le responden: «Sí».
Él les dijo:
«Pues bien, un escriba que se ha hecho discípulo del reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando de su tesoro lo nuevo y lo antiguo».
Cuando Jesús acabó estas parábolas, partió de allí.
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El único pez bueno
El pez, como símbolo eucarístico, es tan antiguo como la Iglesia. Incluso más. Ya en el libro de Tobías, el joven encuentra la medicina para sanar a su padre en las entrañas de un pez. Ese pez es Cristo, cuyas entrañas derramadas en la Cruz nos salvaron. Jesús, al pedirle a Simón que pagara el impuesto con la moneda oculta en las entrañas de un pez, avaló esa interpretación. Al multiplicar los peces junto a los panes, unió el pez a la Eucaristía. Los primeros cristianos llamaron a Cristo IXZUS, que significa, en griego, «pez», y que son iniciales de Iesus Xristos Zeus Uios Soteros (Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador). Por eso lo representaban como un pez.
El reino de los cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge toda clase de peces: cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran. Sólo hay un pez bueno, Cristo, encerrado en nuestra red. Quien lo come, en Él se transforma, y será depositado en el cesto de la Virgen para ser ofrecido en alimento a sus hermanos. No podemos comulgar sin volvernos Eucaristía.