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Mateo 5, 13-16
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán?
No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente.
Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte.
Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa.
Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos».
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El brillo de los santos
Profeso una especial devoción a san Gregorio Magno, un papa del siglo VI que nunca quiso ser papa, y que, sin embargo, promovió la evangelización de gran parte de Europa. Se trataba de un monje contemplativo a quien los cardenales sacaron del monasterio para calzarle las sandalias de san Pedro. Él hubiera deseado pasar su vida escondido, en soledad con su Amor, y Dios, sin embargo, lo subió a la cátedra para que iluminase al mundo. Claro que la historia de este papa es, también, la de santa Teresa de Ávila, san Francisco, san Antonio de Padua, santa Maravillas, y muchos otros santos que fueron populares por voluntad de Dios, pero en contra de su propia voluntad.
Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos.
Desconfía de las personas a quienes les guste brillar y lucirse, aunque parezcan piadosas. Los santos no han sido así. El secreto del brillo de los santos reside, precisamente, en que ellos buscaron siempre ocultarse a las miradas de los hombres para alcanzar intimidad con el Señor. Y brillaron, no porque ellos se alzasen, sino porque los alzó Dios.