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Mateo 9, 35-10, 1. 6-8
En aquel tiempo, Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, proclamando el Evangelio del reino y curando toda enfermedad y toda dolencia.
Al ver a las muchedumbres, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, «como ovejas que no tienen pastor».
Entonces dice a sus discípulos:
«La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies».
Llamó a sus doce discípulos y les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y toda dolencia.
A estos doce los envió Jesús con estas instrucciones:
«ld a las ovejas descarriadas de Israel. Id y proclamad que ha llegado el reino de los cielos. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, arrojad demonios. Gratis habéis recibido, dad gratis».
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Recorriendo todas las ciudades y aldeas, Jesús se da cuenta de que hay muchos enfermos por curar y muchos oídos sedientos de escuchar el Evangelio del Reino. Nos dice Mateo que, al ver a toda la gente, el Señor se “llenó de compasión” y, con entrañas de misericordia, expresa el deseo de compartir este sentimiento con otros corazones. “Rogad al señor que envíe obreros a su mies”, personas que puedan ayudarle a cargar con el peso de las almas.
Cuando leemos estas palabras tal vez pensemos, en primer lugar, en la necesidad de que haya vocaciones a una entrega total en el sacerdocio, el celibato o a la vida consagrada; mientras nosotros colaboraremos como podamos.
Es verdad que, llamando a los Doce, Jesús transmite una potestad especial para algunas tareas determinadas y necesarias para la vida de la Iglesia, como la celebración de los sacramentos.
Pero es a todos los bautizados a quienes el Señor nos pide que participemos en la misión de llevar el Evangelio con nuestra vida hasta los confines de la tierra. “Si luchamos diariamente por alcanzar la santidad cada uno en su propio estado dentro del mundo y en el ejercicio de la propia profesión, en nuestra vida ordinaria, me atrevo a asegurar que también a nosotros el Señor nos hará instrumentos capaces de obrar milagros y, si fuera preciso, de los más extraordinarios”. (San Josemaría, Amigos de Dios n.262)
Podemos pedir a Dios que nos conceda una mirada sobre el mundo y sobre las personas a la medida de sus ojos misericordiosos. Así, nos llenaremos de una santa compasión hacia aquellos que están “maltratados y abatidos” y podremos acercarles el amor de Dios por ellos.