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30 octubre 2025

No cabe que un profeta muera fuera de Jerusalén

Lucas 13, 31-35

En aquel día, se acercaron unos fariseos a decir a Jesús: «Márchate de aquí, porque Herodes quiere matarte». Jesús les dijo:
«Id y decid a ese zorro: “Mira, yo arrojo demonios y realizo curaciones hoy y mañana, y al tercer día quedará consumada. Pero es necesario que camine hoy y mañana y pasado, porque no cabe que un profeta muera fuera de Jerusalén”.
¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que se te envían!
Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus polluelos bajo las alas, y no habéis querido. Mirad, vuestra casa va a ser abandonada.
Os digo que no me veréis hasta el día en que digáis: “¡Bendito el que viene en nombre del Señor!”».

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El llanto limpio de Dios
¡Cómo sobrecoge ver llorar al Hijo de Dios! ¡Cómo no estremecerse, cuando tienes delante al Omnipotente desmoronado, llorando de impotencia! ¡Qué misterio el de la libertad humana, capaz de cerrarle el paso al poder del Altísimo! Un hombre que encara a su Dios y grita: «¡No quiero!», y un Dios que cae rendido en lágrimas a sus pies.
Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus polluelos bajo las alas, y no habéis querido.
Esas últimas tres palabras pesan como una losa, como la Cruz, en el corazón del Salvador: No habéis querido.
¡Y no queréis venir a mí para tener vida! (Jn 5, 40).
Es un llanto limpio. Llora, no por miedo ni por despecho, sino por Amor. En el pecador no ve Cristo a su enemigo, sino a su amado, creado a imagen suya y llamado a gozos eternos e inefables que el hombre desprecia para revolcarse en su pecado.
No es cristiano juzgar, ni condenar, a quien rechaza a Dios, porque no es propio de Cristo. Lo cristiano es llorar, amar, y acercarse al pecador para tenderle, una vez más, la mano llagada del Salvador. Aunque, a cambio, se reciban desprecios.