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Marcos 3, 13-19
En aquel tiempo, Jesús subió al monte, llamó a los que él quiso y se fueron con él.
E instituyo doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar, y que tuvieran autoridad para expulsar a los demonios:
Simón, a quien puso el nombre de Pedro, Santiago el de Zebedeo y Juan, el hermano de Santiago, a quienes dio el sobrenombre de Boanerges, es decir, los hijos del trueno, Andrés, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago el de Alfeo, Tadeo, Simón el de Caná y Judas Iscariote, el que lo entregó.
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La envidia como excusa
Me dices que envidias a esa persona que –según tú– ha recibido tantos dones de Dios. Y a esa otra, a quien –también según tú– le resulta tan fácil rezar. Ya se ve que llegaste el último a la fila de distribución mientras el Creador repartía sus favores. ¡Pobrecito! Si sigues por ese camino, acabarás diciendo que la culpa de tus pecados es de Dios.
Llamó a los que quiso y se fueron con él. E instituyó doce para que estuvieran con él. También entre los apóstoles había envidias. Y, sin embargo, todos recibieron la misma llamada. Pero nada tiene que ver la vida de Pedro con la de Judas. ¿Será culpa del Señor, que llamó a ambos?
No. Porque no es lo mismo estar a los pies de Cristo que juzgar al Mesías. Tanto Judas como Pedro pecaron, pero Simón se mantuvo a los pies del Redentor, mientras Judas lo juzgó y lo entregó.
No te engañes. No has recibido menos gracias del cielo que los demás. Pero las gracias no nos santifican por sí solas; es preciso ser dócil. Por tanto, deja de mirar a tu prójimo y pregúntate, más bien, si estás respondiendo a los dones recibidos.