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Marcos 3, 1-6
En aquel tiempo, Jesús entró otra vez en la sinagoga y había allí un hombre que tenía una mano paralizada. Lo estaban observando, para ver si lo curaba en sábado y acusarlo.
Entonces le dice al hombre que tenía la mano paralizada:
«Levántate y ponte ahí en medio».
Y a ellos les pregunta:
«¿Qué está permitido en sábado?, ¿hacer lo bueno o lo malo?, ¿salvarle la vida a un hombre o dejarlo morir?».
Ellos callaban. Echando en torno una mirada de ira y dolido por la dureza de su corazón, dice al hombre: «Extiende la mano».
Lo extendió y su mano quedó restablecida.
En cuanto salieron, los fariseos se confabularon con los herodianos para acabar con él.
***
Muchos sábados más tarde…
Aquel primer sábado, tras haber creado cielo y tierra, lo pasó Dios complacido, viendo que todo era bueno, y descansó en la obra de sus manos.
Lo estaban observando, para ver si lo curaba en sábado y acusarlo. Miles y miles de sábados más tarde, Dios, revestido de carne humana, miró de nuevo la obra de sus manos, que Él había entregado a los hombres, y vio que todo estaba roto. Lloró en su corazón, y su dolor fue compasión para el enfermo: «Extiende la mano». La extendió y su mano quedó restablecida.
Pero ese dolor de Dios, que fue compasión y sanación para el pobre, se convirtió en indignación hacia los fariseos, a quienes contempló con una mirada de ira y dolido por la dureza de su corazón. Esa dureza de corazón había sido, precisamente, la que había causado estragos en el mundo.
El enfermo obedeció a Jesús, extendió la mano y quedó curado. Los fariseos se resistieron, y con ellos nada pudo hacer el Señor.
Al hombre herido lo salva Dios; nadie puede salvarse a sí mismo. Pero, para salvarlo, Dios necesita su obediencia y docilidad. ¿Quieres ser curado? Obedece. Deja que la compasión de Dios pueda sanarte.