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Lucas 7, 11-17
En aquel tiempo, iba Jesús camino de una ciudad llamada Naín, y caminaban con él sus discípulos y mucho gentío.
Cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba.
Al verla el Señor, se compadeció de ella y le dijo:
«No llores».
Y acercándose al ataúd, lo tocó (los que lo llevaban se pararon) y dijo: «¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!».
El muerto se incorporo y empezó a hablar, y se lo entregó a su madre.
Todos, sobrecogidos de temor, daban gloria a Dios, diciendo:
«Un gran Profeta ha surgido entre nosotros», y «Dios ha visitado a su pueblo.» Este hecho se divulgó por toda Judea y por toda la comarca circundante.
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¡Levántate!
¡Qué gran intuición, la de los habitantes de Naín, tras ver resucitar al hijo de aquella viuda! Dios ha visitado a su pueblo.
Es cierto. Dios ha visitado a su pueblo. Y se ha quedado. El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban en tierra y sombras de muerte, y una luz les brilló (Is 9, 1).
En el sacramento de la Penitencia, y en la sagrada Comunión, sigue realizando en las almas mayores milagros de los que antes realizaba en los cuerpos. A quienes estábamos muertos por el pecado, nos toca. Revestido de nuestra carne, y devorado por nosotros, nos dice: ¡Muchacho, a ti te digo, levántate!/b> ¿No lo escuchas en cada absolución, o cada vez que comulgas? «¡Levántate! No te conformes con abrir la boca y recitar unas oraciones. ¡Levántate! Abre los ojos a la vida eterna. Ya es hora de despertar del sueño (Rom 13, 11)».
Porque los sacramentos, muchas veces, nos encuentran dormidos. Y esa visita del Señor es la visita de una madre que despierta a sus hijos. Y así, comunión a comunión, llegaremos a la última, al viático. Y en ese ¡levántate! Nuestros ojos se abrirán del todo a la luz.