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Lucas 24, 46-53
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se proclamará la conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto. Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la promesa de mi Padre; vosotros, por vuestra parte, quedaos en la ciudad hasta que os revistáis de la fuerza que viene de lo alto ».
Y los sacó hasta cerca de Betania y, levantando sus manos, los bendijo. Y mientras los bendecía se separó de ellos, y fue llevado hacia el cielo.
Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios.
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¡Cómo te la has jugado, Jesús!
¡Cómo te la has jugado con nosotros, Jesús! Te marchaste al Cielo, nos dejaste aquí, y no te hemos vuelto a ver. ¡Si, al menos, nos hubieras dejado ciegos! Sin embargo, esos ojos, que no pueden ver tu rostro, son golpeados por el brillo de las criaturas. Y, en medio de todo eso, nos pides que creamos. Todo sería más fácil si te viésemos. Pero el Cielo nos parece lejano, mientras los seres creados se nos muestran ¡tan cerca! Contaminación lumínica, ya sé.
Sé que, si te hubieses quedado en carne, te habríamos crucificado mil veces más. Y, si te mostraras en gloria, tu brillo nos cegaría, y mataría nuestra libertad. Por eso entiendo, Jesús, que no hay otro camino para el amor que el de la fe. Pero, ¡cómo te la has jugado, marchándote así! Más de la mitad de la Humanidad te rechaza.
Se volvieron a Jerusalén con gran alegría.
Danos fe, Jesús, para que nuestras almas te vean y te amen locamente. Y que nuestra alegría, como la de aquellos apóstoles, muestre ante las miradas de los hombres, ebrias de falsos brillos, el resplandor de tu rostro. Quizá, así, se decidan a levantar sus corazones al Cielo.