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Mateo 13, 54–58
En aquel tiempo, viniendo Jesús a su patria, les enseñaba en su sinagoga, de tal manera que decían maravillados: «¿De dónde le viene a éste esa sabiduría y esos milagros? ¿No es éste el hijo del carpintero? ¿No se llama su madre María, y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas? Y sus hermanas, ¿no están todas entre nosotros? Entonces, ¿de dónde le viene todo esto?». Y se escandalizaban a causa de Él. Mas Jesús les dijo: «Un profeta sólo en su patria y en su casa carece de prestigio». Y no hizo allí muchos milagros, a causa de su falta de fe.
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Un carpintero en el Cielo
Aquellos nazarenos lo decían en tono despectivo, mirando al Señor por encima del hombro: ¿No es el hijo del carpintero?
Habría que responderles: ¡Sí! ¡Exactamente! Es el hijo del carpintero. Y es el mismo que ha resucitado de entre los muertos, y que, recibido ya en la gloria de su Padre, no se avergüenza, sino que se enorgullece de seguir siendo el «Hijo del carpintero». Las llagas de sus manos son, también, los callos que se formaron mientras trabajaba en el taller de José. Conserva las marcas de los clavos en aquellas manos encallecidas por el desgaste del trabajo diario. Todo ello lo ha llevado al Cielo, y todo ello lo ha convertido en gloria.
Junto a los dolores de su Pasión, ha glorificado sus treinta años de trabajo manual. Y, con ellos, presenta al Padre el trabajo de cada cristiano, realizado por amor a Él.
¡Qué alegría, poder decir que el Hijo de Dios, resucitado y glorificado, sigue siendo el «Hijo del carpintero»! Y qué alegría comenzar a trabajar cada mañana, sabiendo que nos unimos, en la tierra, a quien, en el Cielo, presenta al Padre nuestro trabajo.
Teníais razón, nazarenos. Hoy somos, todos los cristianos, hijos del carpintero.