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Juan 8, 12-20
En aquel tiempo, Jesús habló de nuevo a los fariseos, diciendo:
«Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida».
Le dijeron los fariseos:
«Tú das testimonio de ti mismo; tu testimonio no es verdadero».
Jesús les contestó:
«Aunque yo doy testimonio de mí mismo, mi testimonio es verdadero, porque sé de dónde he venido y adónde voy; en cambio, vosotros no sabéis de dónde vengo ni adónde voy. Vosotros juzgáis según la carne; yo no juzgo a nadie; y, si juzgo yo, mi juicio es legítimo, porque no estoy yo solo, sino yo y el que me ha enviado, el Padre; y en vuestra ley está escrito que el testimonio de dos hombres es verdadero. Yo doy testimonio de mí mismo, y además da testimonio de mí el que me ha enviado, el Padre».
Ellos le preguntaban:
«¿Dónde está tu Padre?».
Jesús contestó:
«Ni me conocéis a mí ni a mi Padre; si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre».
Jesús tuvo esta conversación junto al arca de las ofrendas, cuando enseñaba en el templo. Y nadie le echó mano, porque todavía no había llegado su hora.
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La pregunta del millón
Poco antes de morir, mientras cenaba Jesús con sus discípulos, Felipe le pidió:Señor, muéstranos al Padre y nos basta (Jn 14, 8).
Es la pregunta del millón. También los fariseos le dijeron: ¿Dónde está tu Padre?
Todos queremos ver al Padre. Todos queremos saber dónde está. Todos quisiéramos, como el hijo pródigo, que nos indicaran un lugar al que dirigirnos para levantarnos e ir adonde está nuestro Padre, y un rostro que besar, para pedirle perdón.
Pero, al Padre, ni se le puede ver, ni se le puede situar en un lugar. Es el Hijo quien le ha dado a Dios un rostro humano, y quien puede ser encontrado en todos los sagrarios de la tierra.
Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre.
No hay acceso al Padre si no es por Cristo, con quien comparte un solo Espíritu y con quien conforma una sola divinidad.
¿Tú quieres conocer al Padre? ¿Quieres tener noticia de su Amor? Acude al sagrario, abre el Evangelio, contempla la vida de Jesús y sondea su sacratísimo corazón. La fe y el amor te llevarán, entonces, a Dios Padre. Y, cuando quieras darte cuenta, el Espíritu estará gimiendo en ti: «¡Papá!».