-
Juan 8, 1-11
En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba.
Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron:
«Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?». Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. Como insistían en preguntarle, se
incorporó y les dijo:
«El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra». E inclinándose otra vez, siguió escribiendo.
Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús, con la mujer en medio, que seguía allí delante. Jesús se incorporó y le preguntó:
«Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?». Ella contestó: «Ninguno, Señor». Jesús dijo:
«Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más».
***
De rodillas se confiesa mejor
En mis años de sacerdocio, nunca he sido demasiado remilgado con las formas a la hora de absolver a un pecador. En cierta ocasión, mientras paseaba, alguien detuvo su automóvil a mi paso y me pidió que le confesara. Allí mismo, en plena calle, escuché su confesión y le absolví. También he confesado a jóvenes en el patio del colegio, y a excursionistas con mochila mientras subíamos una montaña. La confesión es sacramento de urgencia, y no es cuestión de poner trabas a quien busca el perdón de Dios.
Sin embargo, es maravilloso estar de rodillas mientras se confiesa y se recibe la absolución sacramental.
Y quedó solo Jesús, con la mujer en medio, que seguía allí delante. Jesús se incorporó. –¿Ninguno te ha condenado? –Ninguno, Señor. –Tampoco yo te condeno, anda, y en adelante no peques más.
Míralos a los dos: Jesús en pie, y la mujer postrada. Hasta que, al ser alcanzada por el perdón, se levanta para emprender una nueva vida.
Lo maravilloso de arrodillarse para confesar no es sólo la humildad de quien se postra para reconocer su culpa. Es, también, la alegría de ser levantado por la misericordia de Dios para emprender una vida nueva.