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4 febrero 2025

Contigo hablo, niña, levántate

Marcos 5, 21-43

En aquel tiempo, Jesús atravesó de nuevo en barca a la otra orilla, se le reunió mucha gente a su alrededor, y se quedó junto al mar.
Se acercó un jefe de la sinagoga, que se llamaba Jairo, y, al verlo, se echó a sus pies, rogándole con insistencia:
«Mi niña está en las últimas; ven, impón las manos sobre ella, para que se cure y viva».
Se fue con él, y lo seguía mucha gente que lo apretujaba.
Había una mujer que padecía flujos de sangre desde hacía doce años. Había sufrido mucho a manos de los médicos y se había gastado en eso toda su fortuna; pero, en vez de mejorar, se había puesto peor. Oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto, pensando: «Con sólo tocarle el vestido curaré». Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias, y notó que su cuerpo estaba curado. Jesús, notando que había salido fuerza de él, se volvió enseguida, en medio de la gente y preguntaba:
«¿Quién me ha tocado el manto?».
Los discípulos le contestaban:
«Ves como te apretuja la gente y preguntas: “¿Quién me ha tocado?”».
Él seguía mirando alrededor, para ver quién había hecho esto. La mujer se acercó asustada y temblorosa, al comprender lo que le había ocurrido, se le echó a los pies y le confesó toda la verdad. Él le dice: «Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda curada de tu enfermedad».
Todavía estaba hablando, cuando llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle: «Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al maestro?».
Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga:
«No temas; basta que tengas fe».
No permitió que lo acompañara nadie, más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Llegan a casa del jefe de la sinagoga y encuentra el alboroto de los que lloraban y se lamentaban a gritos y después de entrar les dijo:
«¿Qué estrépito y qué lloros son estos? La niña no está muerta, está dormida».
Se reían de él. Pero él los echó fuera a todos y, con el padre y la madre de la niña y sus acompañantes, entró donde estaba la niña, la cogió de la mano y le dijo:
«Talitha qumi» (que significa: «Contigo hablo, niña, levántate»).
La niña se levantó inmediatamente y echó a andar; tenía doce años. Y quedaron fuera de sí llenos de estupor.
Les insistió en que nadie se enterase; y les dijo que dieran de comer a la niña.

***

El don y la excusa
Que la fe es un don de Dios es verdad de doble filo. Por un lado, es incontestable; nadie puede darse a sí mismo la fe, si no le viene del Cielo. Por otro, es la perfecta excusa: como la fe es don de Dios, no es culpa mía si no tengo la fe suficiente.
A la hemorroísa que fue sanada le dijo el Maestro: Hija, tu fe te ha salvado. A Jairo, cuando escuchó que su hija había muerto, le aconsejó: Basta que tengas fe. Y a quienes leéis estas líneas os dice el sacerdote que las escribe: los sacramentos obrarán en vosotros según vuestra fe.
Pero, si la fe la da Dios… ¿de quién es la culpa de que no comulgues bien?
Sólo tuya. La fe la da Dios a quien extiende la mano para recibirla. Reza más, y obtendrás más fe. Haz comuniones espirituales, y comulgarás mejor. Acude a un medio de formación, y el Espíritu te afianzará en la fe que recibiste. Y deja de poner a Dios como excusa de tu indolencia, porque Él quiere darte fe como para mover montañas. Cosa distinta es que lo de mover «ciertas» montañas no te acabe de apetecer.