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24 febrero 2025

Tengo fe, pero dudo; ayúdame

Marcos 9, 14-29

En aquel tiempo, Jesús y los tres discípulos bajaron del monte y volvieron a donde estaban los demás discípulos, vieron mucha gente alrededor, y a unos escribas discutiendo con ellos.
Al ver a Jesús, la gente se sorprendió, y corrió a saludarlo. Él les preguntó: «¿De qué discutís?».
Uno le contestó:
«Maestro, te he traído a mi hijo; tiene un espíritu que no lo deja hablar y, cuando lo agarra, lo tira al suelo, echa espumarajos, rechina los dientes y se queda rígido. He pedido a tus discípulos que lo echen, y no han sido capaces». Él, tomando la palabra, les dice:
«¡Generación incrédula! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros? ¿Hasta cuándo os tendré que soportar? Traéd-melo».
Se lo llevaron.
El espíritu, en cuanto vio a Jesús, retorció al niño; este cayó por tierra y se revolcaba echando espumarajos.
Jesús preguntó al padre:
«¿Cuánto tiempo hace que le pasa esto?».
Contestó él:
«Desde pequeño. Y muchas veces hasta lo ha echado al fuego y al agua para acabar con él. Si algo puedes, ten lástima de nosotros y ayúdanos».
Jesús replicó:
«¿Si puedo? Todo es posible al que tiene fe».
Entonces el padre del muchacho se puso a gritar: «Creo, pero ayuda mi falta de fe».
Jesús, al ver que acudía gente, increpó al espíritu inmundo, diciendo:
«Espíritu mudo y sordo, yo te lo mando: sal de él y no vuelvas a entrar en él». Gritando y sacudiéndolo violentamente, salió.
El niño se quedó como un cadáver, de modo que muchos decían que estaba muerto. Pero Jesús lo levantó cogiéndolo de la mano y el niño se puso en pie.
Al entrar en casa, sus discípulos le preguntaron a solas: «¿Por qué no pudimos echarlo nosotros?».
El les respondió:
«Esta especie sólo puede salir con oración».

***

… Y nosotros lo abandonamos
Contempla, frente a frente, dos imágenes: Por un lado, el Cristo que, investido de majestad, expulsa los demonios, tal como hoy nos lo muestra el evangelio; por otro lado, contempla el «ecce homo», al mismo Cristo despojado de su dignidad, su honor y hasta su piel, cubierto de sangre y salivazos y coronado de espinas. ¿No quisieras morir de vergüenza? El Hijo de Dios vino al mundo para librarnos de los demonios, y nosotros, en pago, lo abandonamos a Él en manos de sus enemigos, e incluso, unidos a ellos por nuestras culpas, lo cubrimos de infamia.
Desde luego, quien pronunció el Sermón de la Montaña nos mostró cómo hacer el bien a quienes nos ofenden. Podríamos, y deberíamos llorar… Pero no creo que basten las lágrimas.
Esta especie sólo puede salir con oración. Hora de convertirse. Y de rezar, porque la oración constante e ininterrumpida nos unirá a Jesús en lo más íntimo de nuestros corazones. Llorar es una cosa; acoger, en las propias mejillas, las lágrimas de Jesús es otra. Contempla, pero no te quedes mirando: entra en la Roca, refúgiate en la llaga del costado, y padece con Él. Entonces serás más fuerte que todos los demonios.