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Marcos 8, 22-26
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos llegaron a Betsaida.
Y le trajeron a un ciego pidiéndole que lo tocase.
Él lo sacó de la aldea, llevándolo de la mano, le untó saliva en lo ojos, le impuso las manos y le preguntó: «¿Ves algo?».
Levantando los ojos dijo:
«Veo hombres; me parecen árboles, pero andan».
Le puso otra vez las manos en los ojos; el hombre miró: estaba curado y veía todo con claridad.
Jesús lo mandó a casa diciéndole que no entrase en la aldea.
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El triste sino de los árboles
Me lo contaba, con tristeza e ironía, un marido mal resignado: «Cuando mi mujer y yo éramos novios, nos decíamos lindezas como: “– Cariño, tú eres mi sol – Amor mío, tú eres mi flor”. Después de veinte años, ayer le regalé a mi mujer otro piropo: “Cariño, yo soy tu árbol, y tú eres mi perro”». Ya se ve que la poesía no siempre está al servicio del romanticismo.
Los hombres no son árboles. Ni tampoco perros. Aquel ciego, a cuya curación le faltaba un hervor, tras imponerle las manos el Señor había quedado como el marido de mi historia: Veo hombres, me parecen árboles, pero andan. No le dio tiempo Jesús a que se viera a sí mismo como un chucho y obrara en consecuencia. Le puso otra vez las manos en los ojos; el hombre miró: estaba curado y veía con toda claridad.
¿No necesitarás, también tú, un nuevo «hervor»? En los hombres no ves árboles, pero tampoco los ves con claridad. A quienes te caen bien los ves guapísimos; quienes te caen mal son todos feos… Pídele al Espíritu las claridades del don de ciencia. Así verás en todos los hombres, lo que son: hijos de Dios.