-
Marcos 4, 35-41
Aquel día, al atardecer, dijo Jesús a sus discípulos: «Vamos a la otra orilla».
Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban . Se levantó una fuerte tempestad, y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba a popa, dormido sobre un cabezal.
Lo despertaron, diciéndole:
«Maestro, ¿no te importa que perezcamos?».
Se puso en pie, increpó al viento y dijo al mar: «¡Silencio, enmudece!».
El viento cesó y vino una gran calma.
Él les dijo:
«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?» Se llenaron de miedo y se decían unos a otros: « ¿Pero quién es éste? ¡ Hasta el viento y las aguas le obedecen! ».
***
Mientras Jesús duerme
Nuestros sábados huelen a sepulcro. Y huelen bien, porque en ese sepulcro reposó el cuerpo del Hijo de Dios de todo lo que había trabajado redimiendo al hombre, igual que en sábado reposó el Creador después de formar cielos y tierra.
Nos falta fe; deberíamos acercarnos más a la Virgen. Porque acudimos a ese sepulcro, donde duerme el Redentor, y estamos sobresaltados por el miedo. Supongo que a los apóstoles les sucedería lo mismo. Parece que las tinieblas cubren la tierra, parece que el mal ha vencido al bien, parece que Satanás ha ganado la batalla, parece que la muerte campa a sus anchas… Parece. Sólo parece.
Pero nos asustamos, como aquellos doce: Maestro, ¿no te importa que perezcamos?
¡Qué pregunta, para hacérsela a un Dios dormido que ha muerto para darnos vida!
La Virgen, dulcemente, nos reprende: No despertéis, no desveléis al Amor, hasta que le plazca (Ct 2, 7), hasta que Él mismo se ponga en pie, ordene silencio a la muerte, y nos lleve seguros a la otra orilla.
Es cierto; vivimos un largo sábado santo. Pero habrá un domingo. Por eso necesitamos a la Virgen. Ella lleva en su inmaculado corazón la luz de nuestra esperanza.