-
Lucas 2, 16-21
En aquel tiempo, los pastores fueron corriendo hacía Belén y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que se les había dicho de aquel niño.
Todos los que lo oían se admiraban de lo que les habían dicho los pastores. María, por su parte, conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón. Y se volvieron los pastores dando gloria y alabanza a Dios por todo lo que habían oído y visto; conforme a lo que se les había dicho.
Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidar al niño, le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción.
***
Grandeza y pequeñez de todo un Dios
En el año 431 tuvo lugar el Concilio de Éfeso, en el que se proclamó a María Madre de Dios. Fue la respuesta a la herejía de Nestorio, a quien le escandalizaba que una mujer pudiera alcanzar semejante dignidad.
Pero Nestorio se equivocaba en su escándalo. Lo realmente asombroso no es que una criatura hubiera resultado tan ensalzada, sino que Dios se haya abajado tantísimo por Amor.
La grandeza de Dios hace temblar. Su poder, por el que creó todo de la nada; la majestad con que abrió las aguas del Mar Rojo ante los hebreos; la voz divina que reventaba los tímpanos en el Sinaí… ¿Cómo podría un hombre acercarse a semejante grandeza sin caer fulminado? Nadie puede ver a Dios sin morir.
La pequeñez de Dios, sin embargo, hace llorar. Y así lloraba la Virgen, emocionada mientras conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón. Veía al Dios del Sinaí convertido en niño y temblando de frío, entregado a sus brazos en busca de cariño y protección. Lo ves tú, lo veo yo, humillado en la Hostia y entregado a nosotros en alimento. ¡Pero cómo, Dios mío, has podido caer tan bajo! ¿Tanto nos amas? ¿Y no lloramos?