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30 diciembre 2024

Hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén

Lucas 2, 36-40

En aquel tiempo, había una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, ya muy avanzada en años. De joven había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día. Presentándose en aquel momento, alababa también a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén.
Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, Jesús y sus padres volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño por su parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él.

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Sobria ebrietas
No me gustan los villancicos de borrachos. Y decirle a la Virgen «dame la bota, María, que me voy a emborrachar» me parece una irreverencia. La bebida y la comida tienen, desde luego, su espacio en la Navidad, pero ese espacio no es el de la borrachera y el petardo. Es otra cosa.
No se apartaba del templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día. El ayuno y la oración habían preparado durante años a esta misteriosa mujer para captar las dulzuras del Espíritu. Y, tras una larga espera, en su ancianidad recibió el gozo que hizo que todos aquellos ayunos hubieran merecido la pena.
Mucha gente cree que se alegra porque bebe, pero no es verdad. Esa alegría es espesa y falsa; deja mal cuerpo, y peor alma. La alegría de Ana es mucho más real: nace del espíritu y sale a borbotones por la boca. No puede callar, porque está ebria con la «sobria embriaguez» del Espíritu. Ha ayunado y orado durante años; no se alegra porque bebe. Y, sin embargo, si alguien le hubiese dado a Ana una copa de champán en aquel momento, con gusto habría brindado por el Niño Dios.