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Mateo 2, 13-18
Cuando se retiraron los magos, el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo:
«Levántate, coge al niño y a su madre y huye a Egipto; quédate allí hasta que yo te avise, porqué Herodes va a buscar al niño para matarlo».
José se levantó, tomó al niño y a su madre, de noche, se fue a Egipto y se quedó hasta la muerte de Herodes para que se cumpliese lo que dijo el Señor por medio del profeta.
«De Egipto llamé a mi hijo».
Al verse burlado por los magos, Herodes montó en cólera y mandó matar a todos los niños de dos años para abajo, en Belén y sus alrededores, calculando el tiempo por lo que había averiguado de los magos.
Entonces se cumplió lo dicho por medio del profeta Jeremías:
«Un grito se oye en Ramá, llanto y lamentos grandes; es Raquel que llora por sus hijos y rehúsa el consuelo, porque ya no viven».
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La Piedad de Raquel
El llanto de Raquel se prolonga en la Historia a través de las lágrimas de miles de madres que perdieron a sus hijos pequeños. Ninguna madre debería enterrar a su hijo; son los hijos quienes, llegado el tiempo, deben enterrar a las madres. La muerte de un niño, o de un joven, es siempre cruel.
Un grito se oye en Ramá, llanto y lamentos grandes; es Raquel que llora por sus hijos, y rehúsa el consuelo, porque ya no viven. No hay consuelo para el corazón desgarrado de Raquel. Pero, en lo más profundo de sí misma, la fe abre las puertas del alma a la buena nueva. El consuelo del alma no mengua el dolor del corazón, pero lo baña en esperanza.
Mientras Raquel llora porque sus hijos ya no viven, la Iglesia se alegra hoy en sus hijos porque viven, y viven para siempre. Los niños inocentes, cruelmente asesinados por Herodes, son el séquito de honor del Cordero. Y la sangre que bañó sus cunas es anuncio de la sangre que abrirá los cielos.
Hoy María consuela a Raquel. Y le anuncia que sus hijos, unidos al que ella lleva en brazos, la esperan gozosos en el cielo.