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Lucas 1, 39-45
En aquellos días, María se levantó y se puso en camino deprisa hacia la montaña, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel.
Aconteció que, en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y levantando la voz, exclamó:
«¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!
¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Pues en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Bienaventurada la que ha creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá».
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Células impregnadas de Amor
Soy humano, Estoy lleno de células. Todos los humanos lo estamos, mientras habitamos esta pobre condición mortal. Y la mejor noticia que podríamos recibir es que el Amor de todo un Dios se ha abierto paso a través de nuestras células para infiltrarse en lo más profundo de nuestros corazones, en aquello que nos hace seres espirituales capaces de los gozos más sublimes.
Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Del corazón inmaculado de María pasa el saludo a los labios y, de allí a los oídos de Isabel. En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Aquel saludo, perfumado ya de Dios, pasó de los oídos de Isabel a sus entrañas, e hizo temblar las células del pequeño Juan. Se infiltró a través de ellas y alcanzó el corazón, aún diminuto, del Precursor. Todo su cuerpo vibró, y entonces se llenó Isabel de Espíritu Santo. Tan fervorosa fue aquella efusión, que el Paráclito brotó de nuevo a través de sus células, y devolvió el saludo profetizando: ¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!
Benditas células, bendita carne, capaz de llevar al alma el Amor de Dios.