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8 enero 2024

Convertíos y creed en la Buena Noticia

Marcos 1, 14-20

Después de haber sido apresado Juan, vino Jesús a Galilea predicando el Evangelio de Dios, y diciendo:

— El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está al llegar; convertíos y creed en el Evangelio.

Y, mientras pasaba junto al mar de Galilea, vio a Simón y a Andrés, el hermano de Simón, que echaban las redes en el mar, pues eran pescadores. Y les dijo Jesús:

— Seguidme y haré que seáis pescadores de hombres.

Y, al momento, dejaron las redes y le siguieron. Y pasando un poco más adelante, vio a Santiago el de Zebedeo y a Juan, su hermano, que estaban en la barca remendando las redes; y enseguida los llamó. Y dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se fueron tras él.

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Termina el tiempo de Navidad con la fiesta del Bautismo del Señor en el Jordán, episodio cargado de misterio y evento fundamental en la Historia de la Salvación. A orillas del Jordán contemplamos con el mismo asombro del Bautista cómo el Hijo de Dios hecho hombre se pone voluntariamente en la cola de los pecadores y se somete al bautismo de penitencia que predicaba Juan.

Como fruto de este acto de solidaridad de Jesús con los hombres, se nos revela la Santísima Trinidad: en la voz del Padre, en la escucha obediente del Hijo encarnado y en la fuerza del Espíritu, que desciende sobre Él en forma de paloma. A pesar de que el relato es breve y está narrado por Marcos con sencillez, tiene gran profundidad teológica y en cierto sentido condensa la obra de la redención que Jesús venía a cumplir.

Por un lado, Jesús se sumerge en las aguas del Jordán, que simbolizan la penitencia, el castigo y la muerte que sufren los hombres por culpa del pecado. Las aguas simbolizan también el sufrimiento de Jesús en la cruz. En esto nos recuerdan a las aguas del castigo en el episodio del diluvio universal (cfr. Gn 6-9).

Pero esas mismas aguas del Jordán, santificadas por Jesús, simbolizan algo más que un castigo, son también símbolo de una nueva creación: la del bautismo cristiano. Cuando Jesús emerge de nuevo de las aguas, queda prefigurada su resurrección de entre los muertos, que es a su vez, anticipo de nuestra propia resurrección. En esto, las aguas del Jordán nos recuerdan a las aguas primordiales del Génesis (cfr. Gn 1), a partir de las cuales, la voz de Dios creó todo y sobre las cuales, sobrevolaba el Espíritu de Dios.

Todo el episodio del Bautismo del Señor revela por tanto la infinita misericordia de Dios con sus criaturas. En efecto, los cielos se abren por fin para los hombres, al abrirse para Jesús; la voz del Padre, que siempre llama “Hijo Amado” al Verbo eterno, ahora se lo llama también en un ser humano, como primicia para todos nosotros; y el Espíritu Santo, que eternamente procede del amor del Padre y el Hijo, desciende sobre Jesús de Nazaret, en un anticipo de su descenso sobre los hijos de Dios

Gracias a este don precioso conquistado por el Señor en la cruz, gracias al “bautismo en el Espíritu Santo”, nosotros podemos tratar a Dios como hijos queridos, con cariño y confianza. Por eso San Cirilo de Jerusalén nos dice: “si tú tienes una piedad sincera, sobre ti descenderá también el Espíritu Santo y oirás la voz del Padre”[1].

La verdad gozosa de nuestra filiación divina puede y debe iluminar toda nuestra vida hasta vivir y pensar como el propio Jesús. San Josemaría nos dice a este respecto que sabernos y sentirnos hijos de Dios, “supone un auténtico programa de vida interior, que hay que canalizar a través de tus relaciones de piedad con Dios —pocas, pero constantes, insisto—, que te permitirán adquirir los sentimientos y las maneras de un buen hijo”[2].

La persona que se siente mirada amorosamente por Dios en todo momento, como se sentía Jesús, se llena de consuelo y seguridad, porque ese Dios bueno, que derrama sobre ella su cariño incondicional, le dice: “tú eres mi hijo amado”.

Ahora que vamos a iniciar el tiempo ordinario, plagado de pequeñas situaciones cotidianas y corrientes, podemos redescubrir de nuevo este don maravilloso que Jesús nos ha obtenido en la cruz y darlo a conocer a nuestros familiares y amigos.







8 de enero

Marcos 1, 14-20

Convertíos y creed en la Buena Noticia

Después de haber sido apresado Juan, vino Jesús a Galilea predicando el Evangelio de Dios, y diciendo:

— El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está al llegar; convertíos y creed en el Evangelio.

Y, mientras pasaba junto al mar de Galilea, vio a Simón y a Andrés, el hermano de Simón, que echaban las redes en el mar, pues eran pescadores. Y les dijo Jesús:

— Seguidme y haré que seáis pescadores de hombres.

Y, al momento, dejaron las redes y le siguieron. Y pasando un poco más adelante, vio a Santiago el de Zebedeo y a Juan, su hermano, que estaban en la barca remendando las redes; y enseguida los llamó. Y dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se fueron tras él.

Comentario

Después del bautismo en el Jordán y de haber vencido las tentaciones en el desierto, sobre lo que hemos meditado en los domingos anteriores, Jesús se dirige ahora a Galilea y se instala en Cafarnaún, una población situada junto al lago de Genesaret. Era un pueblo de pescadores, agricultores y comerciantes lleno de actividad, en donde confluían judíos y paganos, gentes de toda procedencia. El mensaje que vino a predicar no estaba dirigido a un grupo cerrado de seguidores, sino que es para todos, para la gente corriente que vive y se afana en las tareas ordinarias.

En este pasaje del Evangelio, con el que Marcos comienza la narración de la vida pública del Maestro, se sintetizan dos rasgos fundamentales del mensaje y de la actividad de Jesús.

Primero, presenta un resumen del contenido esencial de su predicación: “el Reino de Dios está al llegar; convertíos y creed en el Evangelio” (v. 15). La conversión supone un cambio de orientación. Implica un apartamiento del pecado para mirar derechamente hacia la meta a la que todos estamos llamados, que es la bienaventuranza en el reino de los Cielos. Pero es también, una actitud de inconformismo con lo que se viene haciendo rutinariamente, pero se puede hacer mejor, o de otro modo que rinda más frutos. Cuando se escucha esta llamada de Jesús a convertirse, algo comienza a cambiar en la propia vida. Así lo experimentaron Simón y Andrés, Santiago y Juan.

En segundo lugar, con la invitación a quienes serían sus primeros discípulos para que lo siguieran (vv. 16-20), Jesús pone en marcha su Iglesia apoyada en unos hombres sencillos y corrientes, a los que constituiría en Apóstoles. De ellos y de sus sucesores se servirá para actualizar continuamente la llamada universal a la conversión y a la penitencia que abre camino al Reino de los Cielos.

Aquellos hombres estaban afanados en sus tareas diarias, eran pescadores, cuando Jesús les abrió unos horizontes insospechados y ellos lo siguieron con prontitud. Hasta entonces su trabajo consistía en echar las redes, lavarlas, arreglarlas para que se mantuviesen siempre a punto, vender el pescado… Pero el Señor les hace ver que, sin dejar su profesión, ahora los espera otra pesca. Su gran aventura comenzó con un sencillo encuentro, aparentemente casual. Desde el momento en que se abrieron a Jesús y fueron generosos para cambiar de rutinas y emprender su seguimiento, también ellos comenzaron a tener un conocimiento directo del Maestro. No los estaba llamando a ser meros anunciadores de una doctrina, sino amigos íntimos y testigos de su persona. Con ese anzuelo, en adelante serían “pescadores de hombres” (v. 17).

La escena se repite en la vida de cada uno de nosotros, si, como ellos, escuchamos su llamada y nos decidimos a seguirlo sin condiciones. También se nos abre una nueva dimensión, maravillosa, divina, que llena de contenido y sentido toda nuestra existencia. “Jesús nos quiere despiertos -decía San Josemaría-, para que nos convenzamos de la grandeza de su poder, y para que oigamos nuevamente su promesa: venite post me, et faciam vos fieri piscatores hominum, si me seguís, os haré pescadores de hombres; seréis eficaces, y atraeréis las almas hacia Dios. Debemos confiar, por tanto, en esas palabras del Señor: meterse en la barca, empuñar los remos, izar las velas, y lanzarse a ese mar del mundo que Cristo nos entrega como heredad. Duc in altum et laxate retia vestra in capturam!: bogad mar adentro, y echad vuestras redes para pescar”.